sábado, 31 de diciembre de 2011

El séptimo sello.




``Mira. Los veo. Sobre ellos sigue el cielo tormentoso. Suben juntos el monte. Van el herrero y Lisa, el caballero y Raval, y Juan y Jonás. La muerte severa los invita a danzar. Van cogidos de las manos haciendo una larga cadena. Y empieza la danza. Delante va la misma muerte, con su guadaña, y su reloj de arena. El último es Jonás, lleva su laúd y camina de espaldas. Ya marchan todos, hacia la oscuridad, en una extraña danza. Ya marchan huyendo del amanecer, mientras la lluvia lava sus rostros, surcados por la sal de las lágrimas. ’’

En la danza de la muerte bailan todos bajo la tormenta. La tormenta es la vida. Y allí van: El artesano padre e hijo del trabajo, germen y fruto de nada, pues muere a la par que el último esfuerzo. La desapegada y lujuriosa, o la que se creyó libre, según se mire, que tanto amó en vano. El caballero y su aventura, sus caminos sin fin, su hogar en su mente y sus amantes en su cuerpo, que ya nadie sabe donde quedan. El noble guerrero, el luchador de guerras de otros, el que busca el sentido, la pregunta, la respuesta, el martirio de saber para que ha sido todo esto, y que lo único que se lleva consigo es la cruda incerteza. La otra mujer, la resignada, la que espera, la que sufre por otros y no entiende que significa la libertad, o el yo; la que pide ser beatificada por una vida de sacrificios, que en fin, quien lo va a recordar.

Y a la cola de la vida, o al inicio, quien lo sabe, va el juglar. El que ameniza los pasos con sus notas irrisorias, sus baladas tristes, sus versos incompletos y su danza. El mensajero del más directo de los artes, el que maneja la música, el que hace vibrar cual guitarra el hilo de nuestra delicada vida, aun cuando esta se vuelve fría, dura y gris, porque los años... ¿Los años? Porque nuestras elecciones así nos hacen. El que todo en vano o no, supo darle la espalda a la muerte.

De la muerte siempre miramos la guadaña cuando dejamos de sentir el peso de su reloj de arena. Unos más, otros menos, nos ahogamos en los carpe diem, en ambiciones carroñeras, en platonicismos que nos ahogan, en un altruismo infinito, gratuito. Nos aferramos a los sentidos, a la libertad y a la esperanza. ¿Para qué?
Sabemos que llega el día, y como llega se va, en que todo se encoge dentro de nosotros. No, aún no es la muerte, pero podría serlo. Empizo a creer que esto ocurre cuando su reloj de arena da una vuelta más. Nos encogemos, nos enfríamos. Todo nos pesa. El estómago verdaderamente se da la vuelta y todo tiene el temblor de una leve náusea. Nos pesa la vida, a veces. Seamos jóvenes o viejos, no es un derecho. Es algo que es. Ya está. Nos carcomen las lágrimas, si es que aun nos pueden salir. Y nos reducimos poco a poco a la búsqueda del comienzo. Nos duele la vida.

Viviría en posición fetal hasta volver a nacer.

La experiencia ayuda, pero poco. Nos dice que mañana será otro día, y verdaderamente lo será, pese al vago consuelo. Volveremos al vivir, sea rutina, sea hambre de los sentidos, sea autodestrucción. El arte del buen morir. Lo que quieras.

El reloj tarde o temprano dará otra vuelta. Y seguirá doliendo cada vez que veamos el leve brillo de la guadaña, y sepamos que de todo nuestro sudor, del dolor o del placer, no quedará ni la sal.

Por ello admiro al juglar, al músico, al artista. Él es el privilegiado. Él no mira a la muerte, ni a su reloj, ni a su guadaña. Verdaderamente su destino es el mismo, pero el solo ve un camino, toca su música, y a su espalda siente una danza. Lo admiro y lo envidio. Lo admiro por saber dedicarse no a sí mismo, ni a los demás, ni al mundo. En toda dedicación radica cierta forma de egoísmo que nos condena al brillo del metal. Menos en una. El artista crea belleza, y la belleza mitiga cualquier dolor, el propio, el ajeno, el del mundo, sin ir dedicado expresamente para nadie, pero para todos.

Alcanzar el derecho a darle la espalda a la muerte, viene por ganarse el derecho a dedicarse al arte de la belleza. E ahí radica lo más difícil: hay que aprender a darle la espalda a la vida, para finalmente mirarla de frente. Y no solo eso, verla en toda su crudeza, y sentirlo como algo bello.

Yo sé que aun no lo logro, porque todavía duele.

Otra noche más, de otro año, nuevo o viejo, es lo mismo, vivo en posición fetal, derrotado, hasta volver a nacer.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La repetición del luto de la Berenguela.

Los dias empiezan por los pies...

Si hoy tenían una certeza los míos, es que terminaría escribiendo por aqui. Que menos, a 21 de Noviembre, a semanas y semanas de la última entrada, a horas del cambio político del país... Me había incluso planteado la posibilidad de una entrada que saliera de mi ensimismamiento reflexivo habitual, que no va más allá de mis narices, a hacer un análisis político que tampoco iría más allá de querido apendice nasal. Porque si en política nadie ve más allá de su propia opinión, en lo que a opiniones sobre uno mismo se refiere, cada uno se mete dentro de su estómago...

Y asi comencé, vistiendome de luto por la inerme causa de protestar ante nuestro nuevo absolutismo derechista, y en afán de hacerlo toda la semana. Un gesto de pequeña revolución de nada; muy acorde a un día que amaneció tan gris como mi ánimo para con el país. Después clase y sus cosas. Comer, cocinar agusto. Nimiedades.

Mucha eficiencia. Mi conciencia a gusto conmigo mismo por pasarme 3 horas de lo más productivas en la biblioteca. Mi cuerpo a gusto por una horita nadando en la piscina yendo a ningún sitio. Mi estómago a gusto con una buena cena. Mi cabeza a gusto por evadirme viendo una buena película de cineuropa, Ping Pong, que de paso, deja a mi bolsillo a gusto por ser gratis.

Y bajando las escaleras del centro social novacaixagalicia, mis dedos llamaban una vez más, escribe sobre la película, escribe sobre la política, escribe sobre los comentarios absurdos de la gente cuando sale del cine.

Salgo a la plaza de Cervantes. Zona vieja, media noche. Me abrocho bien la cazadora, 9ºC. Me pongo la capucha. Veo sombras aqui y allá en la calle del Preguntoiro, completamente desierta. Escribe tu propia historia satírico tétrica -me digo- en la que en tu santiaguismo santiagues de paseante cascoantigüense te aplasta la berenguela, ahora en obras...

Tomo rumbo por el preguntoiro, y decido callarme la sesera. Música, evidentemente, que me deja en blanco. En mi afan solitario, pues hasta aquí todo lo narrado a sido solo, ya me lanzo previsible. Erik Satie, Gnossiene nº1. Y empieza ese piano. Mis pies empiezan el día...

Cambio de rumbo hacia Entrealtares, Rua da Conga, Rua do Vilar... esa lluvia que es soportable, me miro a los pies con la ironía de que ellos deciden. Me encuentro por quinto año consecutivo a las piedras centenarias de la zona vieja, transformadas en el espejo de la media noche y las medias lluvias, ese donde me veo yo, sin política, sin piscina, sin estudios... ese en el que me veo yo solo. Es otro año. Otro solo. Disfruto de mi soledad, demi reflejo, y lo paladeo con cada tecla de piano. Pero ya son cinco años, ya me conozco la historia, la sensación, el razocinio luchando contra la magia. Lo disfruto pero se que lo disfruto, y asi, medio se estropea.

Toural, Franco, Porta Facheira... Se acaba la zona vieja pero la música sigue; que artificial es darle al replay. Que mentira poderse mentir porque nadie más lo ve. Huelo el frío pero estoy agusto, paladeando. Tarareando. Alfredo Brañas y casi nadie en las calles. 12:18. Me cruzo a un transeunte perdido, me pide fuego, no tengo, a penas respondo, no lo cortes, no te metas.  Vuelvo a tí Satíe, y en tres segundo como te echaba de menos. La lluvia cayendo, y yo de pronto caminando despacio, consciente de cada uno, de todos mis movimientos. Si, eso tambien lo conozco. Busco las llaves, despacio. Las muevo, las hago chocar, tintinean. Mi propia Berenguela de pueblo llano. De ermitaño. Se abre el portal, las escaleras tocan los últimos acordes de piano. El portal se cierra del golpe con su pum! Ya no llueve, ni caen lágrimas, y el luto, de algún modo, empieza a tener sentido.

Imagen: Facha syr de la Catedral de santiago - Elentir http://www.flickr.com/photos/elentir/4298825962/





domingo, 9 de octubre de 2011

La desesperante dipsomanía de la lágrima.


Ayer me dormí tan feliz que el despertar de hoy no me supo a nada.

Hace mucho que aprendí que no se puede parar el tiempo y lo mejor que puedo hacer mientras tanto es paladear al máximo los instantes en donde se presentan verdaderas sensaciones. El Carpe Diem suena a concepto sobado; ya no sirve con bajar las persianas y cerrar las puertas para vivir en el engaño de la noche cuando nos rodea el día.  La madrugada empieza sabiéndose el momento en que va a terminar, y todo lo que hay en medio puede ser tan intenso como nosotros queramos, pero no más largo ni más corto. Lo único que podemos alterar es su recuerdo.

Ya van tantas noches para el olvido que me pregunto si todavía no he empezado a vivir.

Y probablemente haya vivido ya mucho, pero de lejos admito que no lo suficiente. Tengo sed de vida y se me pega la lengua al paladar por las mañanas. Me arde la garganta por no expresar ni la octava parte de lo que quisiera y creo que mi otitis y su constante recidiva se basan en escuchar penas y desgracias demasiado a menudo y sólo en forma de palabras. Palabras, palabras y palabras.

Me miro al espejo y este me mira a los ojos, me difumino por dentro y no creo que ese sea yo.

Ese es el yo que todos los demás ven, aquel al que a veces me da curiosidad ver, pero que jamás podré captar, y que no se hasta que punto se diferencia del que yo conozco. Mientras tanto, espero con ansias beber unas lágrimas verdaderas. Resguardadas. Uno de esos tesoros escondidos en el corazón congelado de alguien que ha perdido la mitad de su voz. Que ya no usa determinadas palabras. También quiero beber lágrimas de pura felicidad. Dejar esta miopía reseca y empezar a ver desde la parte trasera de una emoción, con una lente de agua con sal. Poder tragar por fin sin sentir los arañazos fríos del metal acumulado en mi saliva.

Llorar ante el concepto de que uno más uno a veces es mucho más que dos. Entonces no temeré a los finales ni a las horas, no recurriré a los bunkers de persianas ni camuflaré el dolor del sinsabor del mundo con un masticable de lizipaina. Desaprender a sumar para que el mundo me deje de dar sueño. A mi, que siempre he sufrido de insomnio.

domingo, 14 de agosto de 2011

La Edad del Plomo.


 Marucha es un cliché andante de la falta de atractivo. No solo eso, sino que como cliché llega a los más altos extremos. Físicamente poco agraciada y de vida aburrida, le es difícil saber por dónde empezar a narrar sus desavenencias. Cincuentona, gorda y con hiperhidrosis; no tiene la pobre muchas luces, pero si las suficientes para ser reflexiva en cuanto a minar su autoestima. Es alegre, por supuesto, y ligeramente extrovertida, pero no lo suficiente. Está irremediablemente soltera, desde siempre. Por ahí hubo algún novio, pero dios nos libre de que se atara a esos seres.

Lleva exactamente veintiséis años trabajando en un supermercado, debajo mismo de su piso, toda una comodidad. Nunca recibe visitas, pues ya despacha sus conversaciones entre compra y compra en la caja. Y no, no vive con gatos, ahí rompe el cliché una serie de desafortunadas alergias que van de los ácaros al chocolate, pasando por el pelo de los animales. Aun sin chocolate cayó en la diabetes, pero se controla bien. Lleva colonia de bebés, también desde tiempos inmemorables, paradojas aparte.

Lee el Hola y el Diez Minutos; le aburren soberanamente. Le aburre prácticamente todo. La televisión, que ve unas cuatro horas al día.  Duerme diez horas, aunque la cama también le produce hastío, a no ser que sueñe, cosa que cada año que pasa hace menos. Otras ocho horas se le van en el supermercado. Así suman veintidós. Entre las comidas y la ducha de por la mañana, se le va otra hora. Veintitrés.

A Marucha, todos los días, le sobra una hora. Dicho de otro modo, Marucha podría vivir una hora al día. Es la hora donde a veces piensa y se destruye la autoestima. Suele acompañarla de un café y las vistas urbanas de la ventana de la cocina. Clin, clin, clin, clin... la cucharilla como único sonido. Es el momento en que se ve sola y se da cuenta de su edad. Clin, clin, clin, clin. A Marucha la palabra edad le parece de metal, y cada año que pasa es de un metal más pesado. Creyéndolo ingenio, le sale una mueca de risa neurótica pensando en su ‘’Edad del Hierro’’ o su ‘’Edad del Bronce’’. Prácticamente iguales en acontecimientos, sin embargo el peso no es el mismo. Como el suyo.

Marucha no se reprocha mucho, no tiene manías ni es excesivamente criticona o maruja. Se permite, eso sí, quejarse de que nunca le pasa nada, como si algún día llegara esta reclamación a la providencia, que todavía no sabe que una cincuentona de noventa y seis kilogramos existe en algún lugar del mundo. Su nombre entrará cualquier día en un diccionario de sinónimos acompañando a doña Rutina. Ese chiste mismo le hizo a Braulio, el carnicero del súper.

‘’Marucha, para que te pase algo tienes que salir a la calle mujer. ’’

Como hace sol, Marucha hace caso al carnicero, decidiendo que su hora del día la dedicará a pasear, aunque luego note en falta el café. No espera que le ocurra algo, ni mucho menos. Pero se decide, como si fuera una suerte de pequeña aventura. Por chinchar a la rutina.

Para la hora de su paseo ya está nublado, e incluso chispea. Marucha suspira, pero como no gusta de cambiar sus decisiones, se decide a salir. Piensa en Braulio y en darle las gracias por la novedad de su semana, la gripe que va tener mañana. Se jacta de su propio ingenio. Camina, camina, camina. Se le pega el pelo a la frente y la camiseta al cuerpo. Eso la hace consciente de las extrañas dobleces que sigue la línea de su cuerpo.  No es muy favorecedor. Las calles están casi vacías. En el exacto momento en que se pregunta cómo le va a suceder algo con ese panorama, comienza a darle patadas a una bola de papel. Le parece divertido, se olvida del café, de la palabra edad y de su clan, clan, clan, clan metálico.

Tras unas patadas a su improvisada pelota, se fija que está azulada. Qué maravilla, tinta. Abre curiosa el papel, sabiendo que será una lista de la compra, por eso de la ironía. Al principio hay un par de palabra ilegibles. Luego prosigue.

‘’... querida desconocida. Yo también soy un desconocido. Sería curioso dejar de serlo. Por detrás está mi dirección. ’’

No se lee entero el nombre de la calle, emborronado, pero lo deduce. Calcula la distancia, que no es mucha. Mira de nuevo al papel. Le parece raro. Le invade una sensación que desconoce, pero en ningún momento se plantea ir. Marucha vuelve a casa empapada, y se va a la ducha. El papel, sin embargo, se lo lleva a casa, queriendo o sin querer, contenta de tener algo curioso que contar mañana en el súper.

Al día siguiente, Marucha vuelve a casa de trabajar. En algún momento se encuentra la nota. Al final no se acordó de contárselo a nadie. Sin saberlo ya había decidido, ¿iba a ir a ‘’la cita’’? Hasta es posible que la providencia se acordara de la gorda cincuentona. Sí, dedicaría su hora de vivir a vivir. La idea le asustaba y excitaba, planteándose qué incluso se podría saltar las cuatro horas de la tele, ya puestos. Solo por curiosidad, por ver quién dejaba caer esas excentricidades por la calle. Aun pasando por el mal trago de tener que espantarlo, porque nadie en su sano juicio soñaría con que la desconocida  de ese soñador fuese Marucha.

Cogiéndola desprevenida, una ligera llovizna vuelve a acompañarla por el camino, pero finalmente Marucha se planta en el portal. Abre la nota de nuevo, 5ºB. Se lo piensa un segundo y timbra. Tardan en contestar. Piensa, por un momento, que ya la han visto por la ventana y se estarían haciendo los suecos, o riéndose de ella. No tarda en darse la vuelta para huir cuando, no cabría duda, hablan por el altavoz del portero automático. ‘’ ¿Sí?’’. Marucha se queda quieta, pero no piensa responder. Ya decidió marcharse. No se mueve. Espera. La voz suena de nuevo. ‘’Eres mi desconocida, ¿no?’’ Es una voz hermosa. Madura. De buena persona, se atreve a pensar Marucha, sintiendo un extraño vértigo que la atrae hacia el portal.

A penas le quedan quince minutos de su hora de vivir. Un joven se acerca a su silla, y le pone el café que acaba de pedir. Marucha mira por la cristalera al paisaje urbano. Abre el sobre del azúcar, y lo derrama entero dentro de la taza, tomándola con la diabetes. A pesar de todo, ahora se siente algo viva por romper la rutina. Toma la cucharilla. ‘’Clan, clan, clan, clan’’ le responde. Como en la Edad del Plomo, Marucha se hunde con el peso de sus años.

viernes, 12 de agosto de 2011

Niebla roja.


Los primeros ruidos de la mañana despertaron la premonición de fatalidad en algún rincón, entre los genes y el instinto, de un zorro rojo de siete años que ha sobrepasado con creces el tiempo que le podía brindar la naturaleza. El hambre, la edad, alguna enfermedad, o una mezcla de todo esto están a punto de llevarse a este astuto ser.  A los zorros no les persiguen encapuchados con guadañas ni mujeres tejedoras o velas que se apagan. La muerte se percibe desde dentro, y este viejo ya puede notar con antelación cierta putrefacción, un poco más de atrofia y un insalvable olor a falta de vida que apenas le permitió echarse a dormir con el final de la noche.

En ese instante, un niño, también de siete años, pero con mucho menos vivido y mucho más por vivir, se levanta de cama con las primeras luces del alba, aunque el detonante no ha sido más que una pesadilla. Alejandro tiene siete años. Vive en un chalet de verano con sus padres, que lo tienen en un pedestal. Alejandro, sin embargo, a pesar de su corta existencia, quizás cosa de los genes, o del instinto, vive totalmente desligado de sus progenitores. De alguna manera él lo sabe, aunque los mayores no lo sospechen. Ya tiene edad para comprender lo buenos que realmente son, y lo bien que lo tratan, pero simplemente, las cosas son así. Se sabe solo en el mundo, de alguna manera. En parte de ahí le vienen las pesadillas. Jamás las recuerda. Se despierta empapado en sudor, pero no grita ni entra en pánico. Se siente tremendamente apartado de todo, vacío... aunque todavía no acaba de entender esas sensaciones.

Ávido por el principio del fin, el zorro rojo detona la última carga de vida .Se levanta todavía enérgico y comienza su marcha, bosque abajo, hacia el valle, donde desemboca el río. Quizás lo mueve el instinto natural de la transformación, de la descomposición que camina de la mano con la humedad, o simplemente se deja arrastrar por la sed del último aliento. Sin importarle mucho, entra en una pista de gravilla, y la sigue, siempre hacia abajo. Donde ellos viven.

Alejandro baja las escaleras que separan los dormitorios del resto de la casa. Cuando alcanza el primer descansillo, mira por unos instantes la puerta del cuarto de sus padres. El no acude a su bunker  de sábanas cuando tiene pesadillas. Nunca lo ha hecho y lo desconoce. Agarrando un cojín estampado con un personaje de dibujos, baja todavía medio dormido cada peldaño, y se dirige al salón, inundado por una luz grisácea que se filtra entre la niebla matutina.

Al final de la pista de gravilla, el zorro apura sus últimos pasos tambaleante. Lejos de encontrarse el río, da con un montón de piedras amontonadas y hierros verticales. Muros y más muros de chalets que cercan las vistas a la desembocadura. Olisqueando más allá de su propio hedor mortecino, consigue colarse por debajo de un portal. Pisa un campo verde y recortado, lleno de pequeñas gotas de rocío. Las piernas apenas le responden y la peste de la muerte le nubla la vista. El zorro rojo cae, y tras una serie de respiraciones cada vez más lentas, muere a escasos cincuenta metros de Alejandro.

El niño, como acostumbra, se sienta desconsolado ante la cristalera del jardín, mirando como la condensación de  la mañana forma gotas en el vidrio que se pelean por comerse unas a otras para precipitarse cada vez más rápido hasta el suelo del jardín. Por lo general, estaría así indefinidamente, hasta que el despertador de su padre despertara un miedo incoherente que lo lleva a meterse en cama y hacerse el dormido. Esta vez, sin embargo, es una gota la que le da el aviso. Siguiéndola con la mirada, ve al zorro deformado entre las gotas. Todavía no sabe lo que es. Soltando por fil el cojín, se levanta y abre con cuidado la cristalera, saliendo descalzo al frío césped.

Acurrucado, el cuerpo del zorro comienza a enfriarse. Si alguien viera a través del cadáver, sería testigo de la cristalera abriéndose y un niño caminando hacia él. Pero la muerte no entiende de visión y no tarda en demostrarse. El pelaje se ve feo por los años, aplastado por la humedad y apagado por la vil huida de la vida. La hierba parece peinar el pelo de su cola, mientras es arrastrada en sus últimos metros hacia el río.

Alejandro, sin apenas haberlo pensado, lleva al zorro en brazos, a veces levantado y a veces arrastrándolo, o como pueda. Malamente soporta el peso. Sabe que es un zorro por algún libro de dibujos, pero nunca había visto uno de verdad. Al llegar a la orilla, sudando y con dolor en el pecho por el aire frío, lo tira al suelo y se sienta a su lado. Algunos pájaros cantan por fin y la niebla empieza a disiparse. Mira a su casa, donde duermen sus padres. En ningún momento se pregunta porque el zorro está muerto, o porqué ha llegado allí. Al verlo, le fascina su soledad, y algo así como todo lo que ese zorro ha vivido. Lo acaricia, colocando su pelaje rojo en orden. Después, se levanta y vuelve a la cristalera, la cierra, y se sienta, agarrando su cojín.

A través del vidrio, a lo lejos, mantiene la mirada fija. Después, con el sonido la alarma, Alejandro vuelve a la cama.

martes, 19 de julio de 2011

Efecto halo (-cinógeno).


''Vivir en una burbuja implica estarse muy, muy quieto. Aún siendo así, el miedo a romperla es inherente e insoportable. ''



Ocurre una cosa. A veces resulta que te gusta algo, mucho. Es algo que, por una determinada razón, no está a tu alcance, al menos inmediato. Sin embargo está lo suficientemente a mano para recordarte que te encanta. Como si no te acordaras ya lo suficiente de ello.

Evidentemente eso hace que te guste, si cabe, más.

Cuando llega el momento de contacto, todo está bien (pudiera estar mejor, lo sabes).

El problema de que te guste algo mucho, algo efímero, distante, alejado, cíclico, pero todavía no platónico, es que lo demás se vuelve insípido. Y el sin sabor del día a día resalta incluso más lo idealizado de lo primero.

Los ciclos o los rompes, o te explotan en la cara.

''Plop. – Respondió la burbuja''


lunes, 18 de julio de 2011

Azul, blanco, rojo.

Esa noche los muebles se retiraron a las habitaciones, y las paredes del salón, viejo pero amplio, se recubrieron con sábanas blancas, tras las que se colocaron algunas luces, blancas y azules. Como única decoración, un pequeño robot de latón colgado de la bombilla del techo, roja.

‘’Fiesta Crystal Castles. De 1 a.m. hasta que se acabe la música. ’’ Ni una palabra más.

A la 1 a.m. el salón está abarrotado. Casi todos se acercan en pequeños grupos, pero entre el volumen y el ambiente la gente acaba dispersa en un estado enérgico-amnésico de melopea mental-musical. Él, nuestro protagonista, al que llamaremos Anónimo, entra ligeramente borracho y moderadamente tímido en el piso a la 1:13 a.m. Pasa, pasa, por ahí. ¿Por ahí? Sí, sigue la música. Vale. Por fin, entra a través de la cortina que cubre la puerta del salón. La timidez de Anónimo se dispersa con Untrust Us y al sonar Empathy se deja ir. Su mente entra en blanco, en azul y en rojo, y se mueve con cada uno de estos colores. Movimiento y roces.

Hace mucho calor y las sábanas condensan cualquier intento de corriente. Anónimo todavía tarda unas cuantas canciones en darse cuenta.  Casi todos sudan, bailan. Por un segundo vuelve a pensar, se da cuenta de que su cuerpo arde, rozando lo febril. Exactamente en el momento que empieza Suffocation y se abandona a un vaivén enfermizo. Tiene la lengua de trapo, pegada al paladar, seco. Alguien, qué más da quien, le ofrece un vaso y bebe. Y baila. Y bebe. Todos lo hacen. Y bebe el baile. Todos arden. Todos lo hacen.

Se siente vivo y muerto al mismo tiempo, unido al mundo y completamente a parte de este, volando en una nube indefinible que parece que nunca vaya a acabar. La música se apaga, alguna luz también, se escuchan de nuevo, fugazmente, algunas voces y portazos, pasos y finalmente ecos. Oídos en stand by. Fin.

Tiempo después llega el silencio a la consciencia de Anónimo, al que todavía acompaña el eco de Violent Dreams, y que vive un estado de vigilia semicomatoso desde Suffocation.  El mundo real retorna poco a poco a sus neuronas. Qué hora será, piensa, asqueándose al notar el sabor de su respiración en la boca. Sentado, observa su alrededor, sorprendido de estar el solo en aquella habitación tan extraña, tan vacía; blanca, azul y un poco roja.

Trata de incorporarse, haciéndolo con un dolor vago, general. No hay nadie, pero siente una extraña necesidad de salir de allí de inmediato. Quizás está volviendo la timidez. No, es algo malo, mucho peor, se dice.

Desorientado, se levanta tambaleándose; la cabeza le da vueltas. Ve como las firmas y palabras que la gente escribió sobre las sábanas dan vueltas y se emborronan. No me falles cabeza. Sujetándose en una de las telas, vuelve a lo que parece la normalidad; trata de localizar la salida, que no termina de ver.
Otro mareo. Prueba a tantear a través de las sábanas, dando continuamente con la pared. El sudor frío atrapa el flequillo en su frente y cientos de pequeñas moscas invaden la periferia de su visión. Otro puto mareo, me tengo que sentar, se dice en alto. A duras penas se deja caer, y se queda mirando al techo, viendo vagamente el destello rojo de la bombilla. Su respiración se vuelve el centro del universo.

Pasa un tiempo, indefinidamente eterno. Suficiente para preocuparlo. Empieza a ver de nuevo, del centro a la periferia. Distingue la tenue bombilla roja. Pestañea. Ve al robot. Pestañea. Ve al robot colgado de la lámpara. Pestañea, dándose cuenta de que ni se había fijado en él. ¡Parece que este ahorcado joder! Ve al robot sonriendo. Pestañea. Ve al robot sonriendo más. Pestañea y se sacude la cabeza. Ve al robot, que no sonríe, con su boca cuadrada. Aprieta bien los ojos a la vez que un  escalofrío le sube por la espalda; lo espabila y se levanta de nuevo. Se tambalea. Se acerca a las sábanas y vuelve a tocar pared, y pared, y pared. De vez en cuando siente la necesidad de mirar detrás de él. Cree que algo no va bien.

Tantea las sábanas largo rato sin éxito, empezando a pensar que ya ha dado un par de vueltas a la misma habitación. Empieza a sudar de nuevo, se angustia. La tela se aparta, por fin. Mira hacia atrás, y nota que el robot ya no está enganchado en la bombilla. Se asusta y corre antes  de mirar hacia adelante, y choca con la pared. Anónimo cae.

Tirado en el suelo palpa de nuevo el punto donde chocó. La salida, susurra. Se vuelve de golpe hacia la bombilla, y ve de nuevo al robot colgando, con su cara inerte. Relájate cabeza. Relaja. Se sienta y aprieta los muslos con las manos, tratando de respirar hondo. Inspira. La luz azul ilumina su cara, completamente empapada en sudor. Anónimo tiembla febril y a penas se da cuenta. Empieza a relajarse. Los parpados se acompasan con los pulmones, y pesan.

Suena, sin previo aviso, I’m made of Chalk. Anónimo se asusta y se marea. Pierde la consciencia. Sueña que está en esa misma habitación, que el robot le sonríe, a pesar de que trate de pestañear con todas su fuerzas. Intenta salir, mira para atrás y el robot no está en el techo. Corre y choca contra la pared. Taquicardia. No ve nada, pero nota que algo se le acerca. Le duelen los ojos. Le arden, todos es blanco, azul y rojo. Despierta sobresaltado, la canción sigue sonando.  Blanco, azul y rojo.

Anónimo trata de levantarse, pero no tiene fuerzas. Mira al robot con verdadera certeza de que algo va a ocurrir. Alcanza un rotulador permanente que hay tirado a su lado. Escribe en el suelo. ‘’Es el robot. Los ojos. ‘’ Mira a las dos pequeñas bombillas que tiene por ojos. Rojos. Pestañea y lo ve sonriendo como antes. Mantiene la mirada, sin pestañear. Definitivamente está sonriendo. Pestañea de nuevo, sigue sonriendo. La canción termina.

Se escucha ruido de llaves, a lo lejos. También se oyen unas voces. Alguien entra. Dos personas. Anónimo intenta decir algo, pero tiene la boca pastosa, y en vez de palabras una gran náusea le recorre la garganta. ‘’Estoy muerto. ’’ Escucha a lo lejos. Después pasos, ruidos, grifos, puertas, pasos, puertas de nuevo, y silencio. Anónimo vuelve la vista al robot. Se apagan las luces.

Al medio día, retiran las sábanas de las paredes del salón, que van directas al contenedor. Alguno de los encargados de devolver el orden al piso lee con fastidio las palabras en el suelo. Extrañado, mira a la lámpara y descuelga al robot, tirándolo dentro de una caja, con su cara inerte y su boca cuadrada.

miércoles, 22 de junio de 2011

Tres años de seis paredes.

Desnudas, asustadas las paredes,
la mirada ausente, la (no) caricia de tus manos
trazos descolgados, deshojados

Pintura ''blanca'', suciedad a base de relojes
(y de otros pecados)

Nido azul, protegido por ojos, caras, manos...
que sangran, acarbonados.
Despide a las piernas cansadas
(ya pesan)
Las noches de libros, de insomnios, de MIEDOS
(¿no cambian?)

Abismo de la ventana, hoy callas
pies descalzos bailan, tiemblen las tablas
enciendan las últimas llamas (los bulbos se apagan)
Ritual de RAICES: Aferrar - Cortar.

Libros no escritos, historias contadas,
estudio infinito, vidas dibujadas...

Wilde, Poe, Saramago, Coelho, Conrad, Marx, Kafka,
Nietzsche, Séneca, Arendt, Exuperie, Camus,
Scott-Card, Murakami, Beckett, Sartre...
aqui ya no hay nada que narrar.

Jeunet, Burton, Welles, Tarantino, Aronofsky,
Haneke o mi querido Billy Wilder, Kieslowsky,
Polansky, Kubrick, Woody o Hitchcock...
Apaguen la luz, cerramos.

Floyd... Syd, Dylan, Smith (Patty y Robert), amigo Cohen,
Van Giersbergen, Patterson, Sharon, Cavanagh,
Glass, Chopin, Armstrong, Lenon, Tiersen...
que quede un buen eco:

El mejor de los silencios.

(Nos vamos)

domingo, 5 de junio de 2011

El presente irregular del verbo del huérfano

Cuando salí de la biblioteca aquella tarde nadie me había avisado de lo que iba a suceder. Evidentemente ninguno de mis amigos se acercó para decirme ‘’Por cerca de A Novena Porta, irás mirando para las nubes, para variar, y cuando bajes la vista, allí estará ella.'' El puntilloso de la pandilla tampoco añadió ''Y de banda sonora The Smiths con What Difference Does it Make?'' Para añadir un poco de rintintín al asunto. En realidad sería lo mismo aun habiéndome advertido, no habría hecho ni caso. El futuro no existe, solamente es la anestesia de un presente irregular.

Total, que salgo de la biblioteca, y sin saberlo allí voy yo, escuchando a The Smiths, mirando para el cielo y a las balconadas, inconsciente de que en unos segundos voy a bajar la vista y enamorarme, sin entrar ahora en debates de amor a primera vista, estereotipos o apariencias que engañan. En estos casos no le queda hueco al cerebro para pensar en todas esas minucias.

Fue en el cruce con la Rúa das Orfas, justo después de ver en una de esas galerías y balconadas un cartel de ‘’Se alquila’’. Pensé lo mucho que me gustaría vivir allí y entrecerré los ojos para tratar de ver el número de teléfono, impedido por el reflejo del sol de las siete en el cristal. Me pregunté entonces cuánto costaría y la mirada bajó de las nubes, directa al suelo, al material mundo real.

Pero a ti, a ti no esperaba verte porque nadie me avisó. Menos aún contaba encontrarte en plena caída desde las nubes. Y allí estabas, sentada en el borde de un escaparate mirando a un punto indeterminado en el que justo, en ese instante, me crucé yo. Que la mirada de dos personas choque simultáneamente y sin querer, en ese extraño momento en que ambos vuelven a la realidad, es doloroso. De los pocos dolores que disfruto; te da medio infarto y no te enteras de nada, tu cerebro se pone de marcha tan de golpe que sobrepasa la velocidad de la realidad, ocurriendo muchos efectos especiales y parafernialas hollywoodienses.

Entonces me haces consciente de tu aspecto, que enmarcando esos iris anaranjados, me salvaron del infarto completo. Eres mujer chulesca, bohemia, directa. De piel pálida y labios finos. Con peinado parisino, chaqueta de punto hippiesca, falda larga de artista abandonada en el siglo de los poetas. De senos menudos, graciosos, infantiles. Cadera estrecha sin muchas ganas de sembrar semillas. Eres mayor que yo y es probable que te rías de mí por dentro, me aterras.

Y sin embargo lo veo, me acerco con el estúpido pretexto de que mires el número de ese piso del que acabo de caer. Y tú no contestas, coges un teléfono y llamas. Me das la mano, que es huesuda y delicada, y yo me derrito y te sigo como una leve corriente de aire. Te acercas a la puerta del estrecho edificio para llamar tres veces. Trescientos años más tarde se asoma una señora en mandil de cuadros, muy vieja y podrida. ‘’Subide, subide, que a luz é perfecta’’.

Abres la entrada con decisión, y yo te sigo. El rellano cruje. Dentro no hay muebles, no hay puertas, no hay nada más que aire y brillo. Hay unas cortinas, y por supuesto estás tú. Huelo la humedad. Te desnudas y extiendes tu larga falda en el suelo, tu chaqueta hippiesca, tu camisa gastada...  El lecho perfecto.

Para entonces es la tercera vez que tuerzo mi mirada hacia ti, que ya no me miras, y yo sigo alejándome por la Rúa das Orfas, sintiendo ahora su significado, tú significado, que me aterra, y mi estupidez, que me entierra.

‘’Díselo... da la vuelta. Díselo. Dilo, no te asustes. Vuelve. Da la vuelta, díselo, díselo, díselo. No camines más...’’

Entonces decidí.