``Mira. Los veo. Sobre
ellos sigue el cielo tormentoso. Suben juntos el monte. Van el herrero y Lisa,
el caballero y Raval, y Juan y Jonás. La muerte severa los invita a danzar. Van
cogidos de las manos haciendo una larga cadena. Y empieza la danza. Delante va
la misma muerte, con su guadaña, y su reloj de arena. El último es Jonás, lleva
su laúd y camina de espaldas. Ya marchan todos, hacia la oscuridad, en una
extraña danza. Ya marchan huyendo del amanecer, mientras la lluvia lava sus
rostros, surcados por la sal de las lágrimas. ’’
En la danza de la muerte bailan todos bajo la tormenta. La
tormenta es la vida. Y allí van: El artesano padre e hijo del trabajo, germen y
fruto de nada, pues muere a la par que el último esfuerzo. La desapegada y
lujuriosa, o la que se creyó libre, según se mire, que tanto amó en vano. El
caballero y su aventura, sus caminos sin fin, su hogar en su mente y sus
amantes en su cuerpo, que ya nadie sabe donde quedan. El noble guerrero, el
luchador de guerras de otros, el que busca el sentido, la pregunta, la
respuesta, el martirio de saber para que ha sido todo esto, y que lo único que
se lleva consigo es la cruda incerteza. La otra mujer, la resignada, la que
espera, la que sufre por otros y no entiende que significa la libertad, o el
yo; la que pide ser beatificada por una vida de sacrificios, que en fin, quien
lo va a recordar.
Y a la cola de la vida, o al inicio, quien lo sabe, va el
juglar. El que ameniza los pasos con sus notas irrisorias, sus baladas tristes,
sus versos incompletos y su danza. El mensajero del más directo de los artes,
el que maneja la música, el que hace vibrar cual guitarra el hilo de nuestra
delicada vida, aun cuando esta se vuelve fría, dura y gris, porque los años...
¿Los años? Porque nuestras elecciones así nos hacen. El que todo en vano o no,
supo darle la espalda a la muerte.
De la muerte siempre miramos la guadaña cuando dejamos de
sentir el peso de su reloj de arena. Unos más, otros menos, nos ahogamos en los
carpe diem, en ambiciones carroñeras, en platonicismos que nos ahogan, en un altruismo
infinito, gratuito. Nos aferramos a los sentidos, a la libertad y a la
esperanza. ¿Para qué?
Sabemos que llega el día, y como llega se va, en que todo se
encoge dentro de nosotros. No, aún no es la muerte, pero podría serlo. Empizo a
creer que esto ocurre cuando su reloj de arena da una vuelta más. Nos
encogemos, nos enfríamos. Todo nos pesa. El estómago verdaderamente se da la
vuelta y todo tiene el temblor de una leve náusea. Nos pesa la vida, a veces.
Seamos jóvenes o viejos, no es un derecho. Es algo que es. Ya está. Nos
carcomen las lágrimas, si es que aun nos pueden salir. Y nos reducimos poco a
poco a la búsqueda del comienzo. Nos duele la vida.
Viviría en posición fetal hasta volver a nacer.
La experiencia ayuda, pero poco. Nos dice que mañana será
otro día, y verdaderamente lo será, pese al vago consuelo. Volveremos al vivir,
sea rutina, sea hambre de los sentidos, sea autodestrucción. El arte del buen
morir. Lo que quieras.
El reloj tarde o temprano dará otra vuelta. Y seguirá
doliendo cada vez que veamos el leve brillo de la guadaña, y sepamos que de
todo nuestro sudor, del dolor o del placer, no quedará ni la sal.
Por ello admiro al juglar, al músico, al artista. Él es el
privilegiado. Él no mira a la muerte, ni a su reloj, ni a su guadaña.
Verdaderamente su destino es el mismo, pero el solo ve un camino, toca su
música, y a su espalda siente una danza. Lo admiro y lo envidio. Lo admiro por
saber dedicarse no a sí mismo, ni a los demás, ni al mundo. En toda dedicación
radica cierta forma de egoísmo que nos condena al brillo del metal. Menos en
una. El artista crea belleza, y la belleza mitiga cualquier dolor, el propio,
el ajeno, el del mundo, sin ir dedicado expresamente para nadie, pero para
todos.
Alcanzar el derecho a darle la espalda a la muerte, viene por ganarse el derecho a dedicarse al arte de la belleza. E ahí radica lo más difícil: hay que aprender a darle la espalda a la vida, para
finalmente mirarla de frente. Y no solo eso, verla en toda su crudeza, y sentirlo como algo bello.
Yo sé que aun no lo logro, porque todavía duele.
Yo sé que aun no lo logro, porque todavía duele.
Otra noche más, de otro año, nuevo o viejo, es lo mismo, vivo
en posición fetal, derrotado, hasta volver a nacer.