domingo, 14 de agosto de 2011

La Edad del Plomo.


 Marucha es un cliché andante de la falta de atractivo. No solo eso, sino que como cliché llega a los más altos extremos. Físicamente poco agraciada y de vida aburrida, le es difícil saber por dónde empezar a narrar sus desavenencias. Cincuentona, gorda y con hiperhidrosis; no tiene la pobre muchas luces, pero si las suficientes para ser reflexiva en cuanto a minar su autoestima. Es alegre, por supuesto, y ligeramente extrovertida, pero no lo suficiente. Está irremediablemente soltera, desde siempre. Por ahí hubo algún novio, pero dios nos libre de que se atara a esos seres.

Lleva exactamente veintiséis años trabajando en un supermercado, debajo mismo de su piso, toda una comodidad. Nunca recibe visitas, pues ya despacha sus conversaciones entre compra y compra en la caja. Y no, no vive con gatos, ahí rompe el cliché una serie de desafortunadas alergias que van de los ácaros al chocolate, pasando por el pelo de los animales. Aun sin chocolate cayó en la diabetes, pero se controla bien. Lleva colonia de bebés, también desde tiempos inmemorables, paradojas aparte.

Lee el Hola y el Diez Minutos; le aburren soberanamente. Le aburre prácticamente todo. La televisión, que ve unas cuatro horas al día.  Duerme diez horas, aunque la cama también le produce hastío, a no ser que sueñe, cosa que cada año que pasa hace menos. Otras ocho horas se le van en el supermercado. Así suman veintidós. Entre las comidas y la ducha de por la mañana, se le va otra hora. Veintitrés.

A Marucha, todos los días, le sobra una hora. Dicho de otro modo, Marucha podría vivir una hora al día. Es la hora donde a veces piensa y se destruye la autoestima. Suele acompañarla de un café y las vistas urbanas de la ventana de la cocina. Clin, clin, clin, clin... la cucharilla como único sonido. Es el momento en que se ve sola y se da cuenta de su edad. Clin, clin, clin, clin. A Marucha la palabra edad le parece de metal, y cada año que pasa es de un metal más pesado. Creyéndolo ingenio, le sale una mueca de risa neurótica pensando en su ‘’Edad del Hierro’’ o su ‘’Edad del Bronce’’. Prácticamente iguales en acontecimientos, sin embargo el peso no es el mismo. Como el suyo.

Marucha no se reprocha mucho, no tiene manías ni es excesivamente criticona o maruja. Se permite, eso sí, quejarse de que nunca le pasa nada, como si algún día llegara esta reclamación a la providencia, que todavía no sabe que una cincuentona de noventa y seis kilogramos existe en algún lugar del mundo. Su nombre entrará cualquier día en un diccionario de sinónimos acompañando a doña Rutina. Ese chiste mismo le hizo a Braulio, el carnicero del súper.

‘’Marucha, para que te pase algo tienes que salir a la calle mujer. ’’

Como hace sol, Marucha hace caso al carnicero, decidiendo que su hora del día la dedicará a pasear, aunque luego note en falta el café. No espera que le ocurra algo, ni mucho menos. Pero se decide, como si fuera una suerte de pequeña aventura. Por chinchar a la rutina.

Para la hora de su paseo ya está nublado, e incluso chispea. Marucha suspira, pero como no gusta de cambiar sus decisiones, se decide a salir. Piensa en Braulio y en darle las gracias por la novedad de su semana, la gripe que va tener mañana. Se jacta de su propio ingenio. Camina, camina, camina. Se le pega el pelo a la frente y la camiseta al cuerpo. Eso la hace consciente de las extrañas dobleces que sigue la línea de su cuerpo.  No es muy favorecedor. Las calles están casi vacías. En el exacto momento en que se pregunta cómo le va a suceder algo con ese panorama, comienza a darle patadas a una bola de papel. Le parece divertido, se olvida del café, de la palabra edad y de su clan, clan, clan, clan metálico.

Tras unas patadas a su improvisada pelota, se fija que está azulada. Qué maravilla, tinta. Abre curiosa el papel, sabiendo que será una lista de la compra, por eso de la ironía. Al principio hay un par de palabra ilegibles. Luego prosigue.

‘’... querida desconocida. Yo también soy un desconocido. Sería curioso dejar de serlo. Por detrás está mi dirección. ’’

No se lee entero el nombre de la calle, emborronado, pero lo deduce. Calcula la distancia, que no es mucha. Mira de nuevo al papel. Le parece raro. Le invade una sensación que desconoce, pero en ningún momento se plantea ir. Marucha vuelve a casa empapada, y se va a la ducha. El papel, sin embargo, se lo lleva a casa, queriendo o sin querer, contenta de tener algo curioso que contar mañana en el súper.

Al día siguiente, Marucha vuelve a casa de trabajar. En algún momento se encuentra la nota. Al final no se acordó de contárselo a nadie. Sin saberlo ya había decidido, ¿iba a ir a ‘’la cita’’? Hasta es posible que la providencia se acordara de la gorda cincuentona. Sí, dedicaría su hora de vivir a vivir. La idea le asustaba y excitaba, planteándose qué incluso se podría saltar las cuatro horas de la tele, ya puestos. Solo por curiosidad, por ver quién dejaba caer esas excentricidades por la calle. Aun pasando por el mal trago de tener que espantarlo, porque nadie en su sano juicio soñaría con que la desconocida  de ese soñador fuese Marucha.

Cogiéndola desprevenida, una ligera llovizna vuelve a acompañarla por el camino, pero finalmente Marucha se planta en el portal. Abre la nota de nuevo, 5ºB. Se lo piensa un segundo y timbra. Tardan en contestar. Piensa, por un momento, que ya la han visto por la ventana y se estarían haciendo los suecos, o riéndose de ella. No tarda en darse la vuelta para huir cuando, no cabría duda, hablan por el altavoz del portero automático. ‘’ ¿Sí?’’. Marucha se queda quieta, pero no piensa responder. Ya decidió marcharse. No se mueve. Espera. La voz suena de nuevo. ‘’Eres mi desconocida, ¿no?’’ Es una voz hermosa. Madura. De buena persona, se atreve a pensar Marucha, sintiendo un extraño vértigo que la atrae hacia el portal.

A penas le quedan quince minutos de su hora de vivir. Un joven se acerca a su silla, y le pone el café que acaba de pedir. Marucha mira por la cristalera al paisaje urbano. Abre el sobre del azúcar, y lo derrama entero dentro de la taza, tomándola con la diabetes. A pesar de todo, ahora se siente algo viva por romper la rutina. Toma la cucharilla. ‘’Clan, clan, clan, clan’’ le responde. Como en la Edad del Plomo, Marucha se hunde con el peso de sus años.

viernes, 12 de agosto de 2011

Niebla roja.


Los primeros ruidos de la mañana despertaron la premonición de fatalidad en algún rincón, entre los genes y el instinto, de un zorro rojo de siete años que ha sobrepasado con creces el tiempo que le podía brindar la naturaleza. El hambre, la edad, alguna enfermedad, o una mezcla de todo esto están a punto de llevarse a este astuto ser.  A los zorros no les persiguen encapuchados con guadañas ni mujeres tejedoras o velas que se apagan. La muerte se percibe desde dentro, y este viejo ya puede notar con antelación cierta putrefacción, un poco más de atrofia y un insalvable olor a falta de vida que apenas le permitió echarse a dormir con el final de la noche.

En ese instante, un niño, también de siete años, pero con mucho menos vivido y mucho más por vivir, se levanta de cama con las primeras luces del alba, aunque el detonante no ha sido más que una pesadilla. Alejandro tiene siete años. Vive en un chalet de verano con sus padres, que lo tienen en un pedestal. Alejandro, sin embargo, a pesar de su corta existencia, quizás cosa de los genes, o del instinto, vive totalmente desligado de sus progenitores. De alguna manera él lo sabe, aunque los mayores no lo sospechen. Ya tiene edad para comprender lo buenos que realmente son, y lo bien que lo tratan, pero simplemente, las cosas son así. Se sabe solo en el mundo, de alguna manera. En parte de ahí le vienen las pesadillas. Jamás las recuerda. Se despierta empapado en sudor, pero no grita ni entra en pánico. Se siente tremendamente apartado de todo, vacío... aunque todavía no acaba de entender esas sensaciones.

Ávido por el principio del fin, el zorro rojo detona la última carga de vida .Se levanta todavía enérgico y comienza su marcha, bosque abajo, hacia el valle, donde desemboca el río. Quizás lo mueve el instinto natural de la transformación, de la descomposición que camina de la mano con la humedad, o simplemente se deja arrastrar por la sed del último aliento. Sin importarle mucho, entra en una pista de gravilla, y la sigue, siempre hacia abajo. Donde ellos viven.

Alejandro baja las escaleras que separan los dormitorios del resto de la casa. Cuando alcanza el primer descansillo, mira por unos instantes la puerta del cuarto de sus padres. El no acude a su bunker  de sábanas cuando tiene pesadillas. Nunca lo ha hecho y lo desconoce. Agarrando un cojín estampado con un personaje de dibujos, baja todavía medio dormido cada peldaño, y se dirige al salón, inundado por una luz grisácea que se filtra entre la niebla matutina.

Al final de la pista de gravilla, el zorro apura sus últimos pasos tambaleante. Lejos de encontrarse el río, da con un montón de piedras amontonadas y hierros verticales. Muros y más muros de chalets que cercan las vistas a la desembocadura. Olisqueando más allá de su propio hedor mortecino, consigue colarse por debajo de un portal. Pisa un campo verde y recortado, lleno de pequeñas gotas de rocío. Las piernas apenas le responden y la peste de la muerte le nubla la vista. El zorro rojo cae, y tras una serie de respiraciones cada vez más lentas, muere a escasos cincuenta metros de Alejandro.

El niño, como acostumbra, se sienta desconsolado ante la cristalera del jardín, mirando como la condensación de  la mañana forma gotas en el vidrio que se pelean por comerse unas a otras para precipitarse cada vez más rápido hasta el suelo del jardín. Por lo general, estaría así indefinidamente, hasta que el despertador de su padre despertara un miedo incoherente que lo lleva a meterse en cama y hacerse el dormido. Esta vez, sin embargo, es una gota la que le da el aviso. Siguiéndola con la mirada, ve al zorro deformado entre las gotas. Todavía no sabe lo que es. Soltando por fil el cojín, se levanta y abre con cuidado la cristalera, saliendo descalzo al frío césped.

Acurrucado, el cuerpo del zorro comienza a enfriarse. Si alguien viera a través del cadáver, sería testigo de la cristalera abriéndose y un niño caminando hacia él. Pero la muerte no entiende de visión y no tarda en demostrarse. El pelaje se ve feo por los años, aplastado por la humedad y apagado por la vil huida de la vida. La hierba parece peinar el pelo de su cola, mientras es arrastrada en sus últimos metros hacia el río.

Alejandro, sin apenas haberlo pensado, lleva al zorro en brazos, a veces levantado y a veces arrastrándolo, o como pueda. Malamente soporta el peso. Sabe que es un zorro por algún libro de dibujos, pero nunca había visto uno de verdad. Al llegar a la orilla, sudando y con dolor en el pecho por el aire frío, lo tira al suelo y se sienta a su lado. Algunos pájaros cantan por fin y la niebla empieza a disiparse. Mira a su casa, donde duermen sus padres. En ningún momento se pregunta porque el zorro está muerto, o porqué ha llegado allí. Al verlo, le fascina su soledad, y algo así como todo lo que ese zorro ha vivido. Lo acaricia, colocando su pelaje rojo en orden. Después, se levanta y vuelve a la cristalera, la cierra, y se sienta, agarrando su cojín.

A través del vidrio, a lo lejos, mantiene la mirada fija. Después, con el sonido la alarma, Alejandro vuelve a la cama.