domingo, 16 de diciembre de 2012

Haplysiación.



Me comes, me devoras. No te gusta la carne, ni el hueso, ni las vísceras.

Te gusto con cara inerme. Detrás de mi suena la televisión, que me irrita. La culpo de no poder ni arrancar. Sale de mis orejas una tensión que llega hasta... ¿dónde?. Actúas. Espero tus mensajes o desespero con ellos. Me arrancaste de raiz, literalmente. La espera, la sorpresa. Ya no tiemblo, no tengo taquicardia. Asumo.

Eres un incendio de iones de Calcio. No sirve desayunar más leche, no sirven los complementos alimenticios. No sirve correr más, gritar más, acercarme más, apretar más. No a largo plazo.

Mira a esa Aplysia. ¿Se desangra, te responde? La creyeron la primera condenada, pero América ya estaba alli antes de que la encontraran. La evolución nos condenó a evolucionar, a sobrevivir, y al mayor regalo del ser humano lo devora la propia supervivencia. Mira a esa Aplysia. Ondeando. Dejando de sentir el mar, dejando de expulsar su grito submarino que se hace cada vez más pequeño.

Ya no tiemblas, ya no tienes taquicardia. Asumes. Ahora esperas, no hay sorpresa. Literalmente, la raiz ya la arrancaste. Ellos desesperan, los mensajes. ¿Actúas? Donde llegan mis orejas salen arranques de culpa.

Detrás de mi suena el televisor, pero ni me doy cuenta. Inerme y con cara, te gusto.

¿Quien lo entiende? La maldición de cada día es entenderlo menos.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Corred.


Cada movimiento que no hacemos hoy, es un movimiento que no podremos hacer mañana.

Por mucho que le duela al mayor de los logros humanos (o el peor), el razonamiento, el significado de la vida de una persona se mide en planes, en conductas y (sí) en último caso, en el valor interno que le da la persona a estos planes y conductas. Pregúntenle a Dan P. McAdams que lleva toda su vida estudiando, en cierto modo, el sentido de la vida.

Pero para llegar al significado, para que lo reflexivo sea útil, primero hay que querer hacer y finalmente hacerlo. Se valora en desmesura a las personas reflexivas, y, sin tener nada en contra de ellas y considerándome algo bastante cercano a ello, creo que no es el mejor camino, o al menos, no el único. Muchas veces pensar implica dejar de hacer.

Evidentemente el hacer por hacer no sirve de nada. Así, el tiempo huye sin ningún significado. Mirémonos reflejados en las pantallas de los ordenadores y entendamos. Pero eso es otro asunto. Necesitamos un orden. Es absurdo ver como todos los días y  frente a nuestras narices estamos desaprovchando el tiempo, vivimos en el aburrimiento o nos quejamos de lo que en realidad no es el ojo del huracán.

Me descubrí hoy en una situación extraña. Deambulando entre el pasado y el futuro. Pensando en lo que no hice y pensando en lo que haré más allá de la situación más presente. El pasado arrepentido y el futuro nublapresentes son dos de mis mayores demonios. Cuando se juntan, uno empieza a lamentarse. Lamentarse es horrible, patético, una especie de periodo de rebajas de la estima humana. Los errores se convierten en gigantes liberados por uno mismo, a través de algo asi como un movimiento patoso que rompe la verja equivocada y desola a toda la aldea que rodeaba la inmensa jaula. Todo condenado a la devastación. Metáforas. Entonces uno se vuelve un ser compensatorio. Elimina el futuro cercano para reconstruir su aldea y hace planes de pura bondad y nobleza para el futuro.

Pues no. Aqui no hay gigantes ni aldeas destruidas. Einstein me permite aplicar la relatividad y entre error y acierto se borra toda línea. Queda planear, actuar, hacer.

La reflexión es necesaria, lo innecesario es todo pensamiento del que, pasado mañana, o no nos acordamos, o lamentamos.

Respecto a los demonios. Corred. No es una huída. Correr los mata. Pensad en las endorfinas que libera la escapada.

Nada más.

sábado, 25 de agosto de 2012

Pixhelado.


Nos sumergimos en una especie de dadaísmo vital. A día de hoy, el arte es una patada en los cojones y ni siquiera es fruto del odio. Cada cual es su propio artista, su propio cuadro, y pinta una imagen desfigurada de lo que quiere enseñar. Como éste, que se va de metafórico. Después, nos acabamos creyendo nuestros propios trazos. Cierto es que nos hacemos a nosotros mismos, pero hacerse se basa en la experiencia más que en... ¿en qué?

Creo que nos estamos enfermando, que habremos envejecido publicando la cantidad de insustancialidades que hemos hecho, y que en cierto modo, lo de generación perdida es bastante cierto. En realidad la palabra perdida no me gusta, todo sirve de algo, sea como contraejemplo o como punto de inflexión. Tampoco me gusta generalizar a una generación. Y así a todo lo hago.  

Hemos conseguido que lo que hace y dice la gente no nos importe nada, que pasemos sobre sus vidas como quien pasa las hojas de un catálogo de tornillos. Nos volvemos más hipócritas, desfiguramos el término amistad, rebuscamos en la basura ajena y nos resarcimos de los hígados masticados. Estamos dando de comer a la paranoia, creando Guerras Frías y Guerras Calientes entre pares de personas. Podemos entrar en cualquier casa sin usar una sola puerta, y en el peor de los casos vemos por ventanas sin cortinas. Ni me doy mucha cuenta de lo que ello significa. Visto con perspectiva seguro que da miedo.

Finalmente, nos recreamos en nuestros peores aliados, nuestros demonios, nuestras pasiones, nuestras obesiones, y lo hacemos nuestra principal máscara-piel. Se puede resumir a cada persona girando en un micromundo, pero todo se resume en masturbación.

Somos píxeles, y ni siquiera se pueden tocar. Están detrás del plástico de la pantalla, porque es cierto, hace mucho tiempo que ya ni son de cristal.

martes, 24 de julio de 2012

Cordones insípidos basados en hechos irreales.


Esa mañana me desperté inquieto. Es el cerebro querido, siempre buscando el complicar. No hice mucho, como últimamente. Distinguir lo destacable de lo no destacable es muy relativo, pero decir desayunar, ducharse, doblar la ropa, hacer la cama... es bastante aburrido. Por tanto, no ocurrió nada hasta después de comer, cuando tomé una decisión deambulando por la zona vieja.

Dentro de la casa me esperaba Amarilla. La casa de Amarilla era blanca, como de adobe, y recordaba a los pueblos andaluces, a las paredes encaladas que buscan devolver el calor de los rayos del sol. En este caso no tenía mucho sentido, en plena sombra húmeda del casco antiguo. Así, nada más entrar, uno notaba un crujir de los huesos, sobre todo los dañados, que se quejaban como en un día de tormenta.

De Amarilla no sabía nada. De cómo la conocí, os diría que me hablaron de ella, pero en realidad solo le escuché unos comentarios a la ''loca'' ''borracha'' de la Quintana. Hágale usted caso a quien quiera. ''Amarilla lo sabe’’. Repitió decenas de veces. Yo ni le pregunté. Uní trozos y aquí estoy.

Una señora muy alta y delgada, arrugada como un misterio, me recibió y me llevó a una salita atestada de calendarios de gatitos. En todos los casos, en el mes de Julio  presidía una foto de una cría de gato negro en diferentes paisajes floreados. Todos parecían estar escapando del fotógrafo. La señora me indicó que me sentara en una silla verde propia de cualquier aula de primaria. Arrastraba una bata azul estampada de números 3 rojos, emitiendo un ''frufrú'' bastante saleroso. Salió de la salita y me hizo esperar unos 10 minutos. Entonces volvió con una bandeja llena de pasteles de todos los tipos. ''Son cordones umbilicales'' le creí escuchar. ''Coge, coge, que no muerden. ‘‘Cogí uno con miedo y me lo comí. No sabía a nada. Cuando me di cuenta, la mujer ya se había ido.

Esperé mucho tiempo. Llegué a inquietarme realmente. Pasaba el rato paseando la vista de los gatos de los calendarios a las manchas de humedad del techo, que poco tenían que envidiar a las caras de Bélmez. Estaba concentrado en una que me recordaba al Cristo de la sábana santa de Turín cuando algo empezó a rascar mis zapatillas. Incluso me sobresalté un poco. Al mirar hacia abajo, vi a un pequeño gatito negro, que bien podría haber salido de un calendario, con una mancha grisácea como de humedad en la frente, que ciertamente recordaba un poco al Cristo del sudario. Tiró de mis cordones indicando que lo siguiera, o así lo interpreté. Fui tras él.

Me llevó por un pasillo estrecho dirigiéndome hasta lo que parecía un baño. Sin entenderlo mucho entré, siguiendo al gato con la mirada hasta topar con unas zapatillas rosas con forma de perro, de las que salían unas piernas tuertas y arrugadas, unas bragas amarillentas enredadas entre ellas, y más arriba, un camisón de un color difícil de describir.

>> ''No te esperaba tan hoy. ‘‘Me dijo. En ese momento supuse que sería la tal Amarilla. ‘’ Y si te mareas siéntate.’’ Continuó, haciéndome recordar que estaba realmente mareado. La señora estaba sentada en el retrete, sin más.

Hice un ademán de hablar pero no supe que decir. Amarilla me miró fijamente al cuello y de ahí no salió nada hasta que ella preguntó por el sabor de los pasteles. Le dije que no me habían sabido a nada.

>> '' El problema viene del cordón umbilical''. Dijo tan ancha. ''Era defectuoso, no tenía sabor. ‘‘‘‘Ocurre a veces. Tu ya te diste cuenta, pero de otra forma. Ahora, bueno, te esfuerzas. Has mejorado mucho, pero sigue ocurriendo lo mismo, y a veces te das cuenta que va a más. Es lo lógico'' No entendía demasiado. Una vez más mis ademanes de hablar se quedaban en una boca en forma de O.

Amarilla quedó en silencio, poniendo cara de esfuerzo. Después siguió.

>> ''Ahora va todo bien. Eso crees. En verdad es así. Has venido justo de tiempo. Las cosas se entienden rodeado de cientos de personas. A la mayoría los conoces de algo, aunque sea de poco. Te darás cuenta. Es la desumbilicación. Lo verás en los umbilicados, lo fácil que les resulta. Tu estarás bien, muy bien, cómodo, y te darás cuenta después de que llueva, pero entre azulejos. Luego, irás por el camino de atrás, el oscuro, perseguirás a un gato. Ya es cosa tuya si lo coges o no, si haces que se acerque o se esconde por un agujero. Y ese momento absurdo definirá lo demás. ‘‘

No entendí nada, la verdad.

>> ''Bueno, y ahora, déjame seguir con lo mío. ‘‘

Salí rápidamente de allí, un poco contrariado. Al salir a la calle, a 24 de Julio, me golpearon la cara los bochornosos 34 grados de las 5 de la tarde, que como un termostato me anunciaron con certeza las células de mi piel.


Me desperté en el coche. Acababan de abrir las ventanillas para pagar el peaje y mi tía se quejaba de lo rápido que se iba el aire acondicionado. ''34 grados marca, y subiendo. ‘‘A penas hablé en todo el camino.

Al llegar a casa ya no recordaba el sueño. No me esperaba nadie. Al no tener llave, entré por la ventana de la cocina, cayendo sin mucha agilidad sobre la mesa. En mi cara esperaba un bizcocho muy apetecible, que no me atreví a empezar por si era para alguna ocasión en concreto, como suele ocurrir con tal tipo de bizcochos.

Llamé por teléfono y empezó a llegar gente. Me dieron vía libre para el bizcocho, que corté con expectación. A pesar de los apetecible no me supo a nada.

No tardé en irme de casa, todavía medio pegajoso por el sudor y el calor. Bajé a la playa, donde se celebraban las fiestas populares. Entré en la barra del bar para ayudar. No sé cuantas horas pasaron, se que había mucha gente. A muchos los conocía y a otros no tanto. Algunos me preguntaban. Otros pasaban de largo. Yo preguntaba, servía, cobraba, daba el cambio. Comentaba. Un pequeño baile. De cuando en cuando el frío del congelador me hacía doler el hueso de la muñeca. Se fue haciendo de noche. Horas, horas y horas pasan rápido con tanto trabajo; medio mareado de estar de pie durante tanto tiempo, de no poder sentarme.

Agotado, apestando a sudor, me fui duchar a casa. Quedé relajado, con ganas de dormir, pero todavía tenía que volver a bajar. Pasó el rato, quedaban ya pocos, conocidos. Empecé a observar a la gente, a unir sus conversaciones, sus interacciones. Si les leía los labios me parecía leer continuamente la palabra umbilical, pero evidentemente no era así, por muy bebidos que fueran. Algunos se acercaban de vez en cuando.

Bostecé, bostecé y bostecé. Después,  aburrido, me fui. ‘’Me voy’’ Sin hacer mucho ruido.

Camino a casa, decido dar un rodeo por detrás del bar, para no cruzarme  con los más borrachos. Escucho un ruido y me giro. Un gato negro maullando. Lo sigo, me agacho. Es una cría. Se para, maúlla, se aleja un poco. Lo sigo.

Finalmente, el gato se coló por un agujero.

Recordé a Amarilla.

Llegué a casa, fui al baño, me puse una bata, escribí, me bebí un zumo a las 3:33 am. Cosas aburridas por las que uno debe dejar de narrar.


martes, 10 de julio de 2012

Eco. Solo.

Solo y con lo puesto. Yo y una mochila, nada más. En el cuarto no hay más que unas sábanas blancas sobre un colchón viejo. Encima estoy yo. Todo lo que tengo ya se lo han llevado y yo he vuelto en cura de humildad, sin posesiones. Si me atrevo a hablar, pues no es tan fácil, se aprecia un eco que jamás imaginaria en una habitación tan pequeña.


El eco y yo, y la ventana. Resueno en las paredes sin abrir la boca, y escucho unos pensamientos amplificados, casi sorprendido de su voz, de su sonido. ¿Dónde estaban? Llevo aquí encerrado 4 horas, sin nada. Qué sensación. Sin nada que hacer. Tengo un libro en la mochila. Lo leo, sin más. Volver a leer como hacia mucho tiempo que no lo hacía, sin cruces de ganas y motivaciones, sin complicarse.

Por una vez no me abruma la información externa, entiendo mejor a la interna. Pienso sobre ello. Información, información, información. Por todas partes. Y así quién se escucha. No hay internet. Apagué el teléfono por no traer cargador, para ahorrar. Apagué la televisión por absurda. Me tiré sobre la cama y escuché al somier quejarse. Al encogerme sobre las sábanas de pronto sentí vértigo. Vértigo por escucharme de verdad después de tanto tiempo. Me puse en posición fetal. Sin noticias del mundo exterior no hay mundo exterior. No hay información irrelevante que cada uno pone en su escaparate. No hay querer saber por saber. No hay un mirar pasivo con un reloj girando a las espaldas. Yo, el cuarto, la ventana, el eco.

Me sentí liberado. Ligero. Recordé la época en que yo mismo no poseía nada. Hasta hace unos años mis posesiones se podían contar con facilidad. Crecí entre lo compartido y lo heredado, sin que el posesivo ''mío'' fuera relevante. Me fui de casa por primera vez con poco más que una maleta pequeña y así ya me había trasladado completamente. . Pasaron 5 años. ¿Qué es eso? Uno se va complicando. Queriendo crear una identidad, un lugar. Y eso está bien, pero a veces creamos una burbuja de objetos que nos separan de nosotros mismos. Cuando dejamos de mirarlos por un momento, nos sentimos viejos. Rodeado de tan poco me siento joven, ágil. Irse no es tan difícil así. Tampoco lo es volver.


Llegaron los latidos, los sonidos internos. Escucho el estómago, las vísceras moviéndose, la respiración. La saliva tragada, la sangre bombeándose. Yo como única información. El cerebro. Una sensación de hiperestesia; ser consciente de todo mi cuerpo a la vez. Recordé su fragilidad, la facilidad de la muerte, la dificultad de la vida. Lo sencillo que es cortarse, desgarrarse, romperse, terminar, desaparecer. Lo difícil que es nacer. La suerte de poder entenderse, comunicarse. Lo simple que es ser niño.

Con el tiempo, cristalizado, la consciencia del cuerpo se humaniza. Empiezo a sentir. Dónde estoy, con quién estoy, qué quiero, a quién quiero. A echar de menos, a arrepentirme, a asegurarme. Al borde incluso de llorar. Pero basta con hacerlo hacia dentro. La lágrima retrocede hasta la retina y sube por el nervio óptico, cruza el quiasma y llega hasta el cerebro. Y os empapo. Nos empapo de agua y sal. A todos. Y lo sentís, estéis donde estéis, aunque os abrume el mundo exterior, aunque a penas os deis cuenta, y yo lo siento, lo se, me conmuevo.


En la habitación no hay nada que pueda frenarlo. Frenarme.

Viene la taquicardia y llueve más fuerte.

Agotado, me vuelvo a encoger sobre las sábanas. Tengo frío, estoy solo. Todavía hay que entender los significados. Miro al teléfono a la hora exacta. Sí, esa. Me falta el abrazo, el calor. Pienso en llamar, pero no lo hago. Todo está dentro. Me encojo. Siento. Nadie mide el tiempo.

Me duermo.


martes, 3 de julio de 2012

Con lo puesto.


Desnudo con descaro las paredes y por mucho que me empeñe en la metáfora e ellas no les importa lo más mínimo. Caen las películas, los conciertos, los dibujos, y la nube de vivencias del aire se condensa una y otra vez, porque los recuerdos no flotan más allá de nuestro hipocampo. De mis pies no salen las raíces que creí extender todo este tiempo y que ahora diría que estoy arrancando en solo segundos.

Me apego a los objetos por todo lo que ellos vivieron, cuando en realidad sólo supieron estar inertes, ausentes de cualquier concepción de tiempo. Para ellos se borra tan rápido mi historia como la de las decenas de estudiantes que podrían describir los mejores años de su vida, los recuerdos más imperecederos ocurridos entre estas cuatro paredes. Ante esta soleada ventana. No puedo ni imaginar la concepción global de todos los ''Yo'' que pasamos por aquí, y me centro en mi.

Se me encoge el cuerpo, quizá por las horas de sueño y por las de insomnio que rodaron por ese colchón. . Enumeraría mil recuerdos y sensaciones, pero esos viajan  conmigo, ni en el corazón ni en ninguna otra víscera más allá de mi cabeza.

Los años pasan y nos empeñamos en darle el título del rey de la medidas. Se cierran ciclos. No existe un día que nunca llegue. Tememos quedarnos atrás y por eso nos come el tiempo. Se abren ciclos. Yo asumo, avanzo y ya no temo sentir, sentir raices creciendo o cortándose, recuerdos que se condensan y me empapan los pies. Puedo dejar atrás con dolor pues es así como mejor debe ser. Elijo mi propio equipaje, siempre que se pueda cargar y no atrase mi marcha.

Y ante tal desnudez yo me marcho, sin descaro, con calma, despacio, pues así es como yo suelo.

viernes, 29 de junio de 2012

El ínfimo gran camino.


Quizá sea culpa del asfalto, pero el ser humano hoy en día siempre se olvida de que el hecho de caminar de por si ya deja huellas.


Lo que ayer fue una certeza hoy es un miedo y mañana quién sabe lo que será. De un día para otro cualquier persona puede pasar de ser un incansable luchador a un niño acurrucado y desprotegido. Es entonces cuando todo lo que nos rodea adquiere dimensiones colosales, incluso lo que no es así. La debilidad es tan humana como la fuerza. Sentirse fuerte pasa por percibirse grande, y eso implica hacer del mundo un lugar más pequeño de lo que realmente es. Por ello, el ser que pisa con paso de gigante suele hacerlo en una sola dirección, en su pequeño reino construido a medida (de lo posible).

Siempre llega el día, con mayor o menor frecuencia, en que súbitamente encogemos a dimensiones infinitesimales. Uno puede darse cuenta de que es un mero intervalo de tiempo impreciso que camina sobre un pedrusco que deambula por un espacio quedeja a uno a escala de proporciones irrisorias. Pero no solo eso, esa conciencia es demasiado abstracta para nosotros mismos y no nos afecta tanto como debiera. A veces, simplemente, el centrarnos en nuestro camino de gigantes nos ciega y cuando nos damos cuenta vemos que vagamos por un camino sin público, sin mucho que ver y sin demasiadas alternativas. Cuando ya nadie nos piensa, ¿como sabemos que seguimos vivos?

Si nos abruma el miedo, nos agarramos a nuestro ínfimo gran camino, o nos paralizamos y enraizamos en él con la expectativa de no perder lo único cierto, que es lo que hay frente a nuestros ojos.

¿Qué hacer? ¿Qué querer? ¿Qué creer? ¿Qué crear?




viernes, 25 de mayo de 2012

El paciente destino de la profecía autocumplida.

Él, que había sido dotado de una gran paciencia, pronto comprendió de la utilidad de esta. Con ella, pudo oir a gran número de personas, de penas y alegrías. Pudo leer pequeños y alegres textos, y otros largos, pesados y extensos sin más. Entendió la insustancialidad del tiempo, que se nos va de las manos mientras lo contamos.

Su paciencia le llevo a creer en la sabiduría, y pensó que observar el mundo con su indómita paciencia le haría alcanzarla. Observando, se dio cuenta de algo fundamental para el sabio, que más allá de sus horrores, la vida no dejaba de ser algo tan hermoso como atómico e irrelevante.

Pronto aprendió la forma en que se debe amar a las personas. De una en una, como deben ser. De la única forma que son personas.

Con el tiempo, que no se molestaba en contar, despertó en él una sensación de necesidad, de compartir. Pensó quizás que debía de compartir su sabíduría, su forma de ver el mundo. Lo hizo, lo intentó. Cada uno escuchó a su manera, y más allá de las pequeñas influencias, cada uno siguió escuchando lo que más deseaba oir.

Entonces, reflexionando, el sabio pensó que quizás amar a otro, a uno solo, y no al conjunto humano era lo que necesitaba. Observó a su alrededor, observó la belleza del hombre y la mujer, la sensualidad, la ternura. Lo observaba todo y no acababa de entender que deseaba él.

Como sabio que se creía nacido de la paciencia, se resginó a pensar que su propio don, el de esperar, debería tener un fin, el de traerle a alguien. Así, su paciencia y su sabiduría alcanzada tendrían una razón, un objeto.

Entonces se sentó y esperó. Observó a la gente y sus cualidades, sus conversaciones. Miraba, pensaba, miraba. Le hablaban. Esperaba. Con el tiempo dejó de responder, solo observaba, con esa paciencia infinita. Hombres y mujeres pasaban por delante con curiosidad. Las canas, la barba crecían y el sabio paciente nunca se daba por vencido.

Llegado un día, el hombre murió.

domingo, 13 de mayo de 2012

Umbilicalidades.


(Islas) Flotaba en un útero universal, dentro de un líquido amniótico donde todo era hidrógeno. Ardían más allá de la placenta las estrellas, dándose calor unas otras, más cercanas o lejanas entre sí. Movía sus piernas y daba pequeñas patadas, luchaba contra esa extraña barrera, desde la que veía el universo difuminado, y dentro de la cual soportaba su propio calor, ninguno más.

Sujetaba su cordón umbilical y trataba de averiguar su procedencia. Una isla en medio de qué. Unida con qué. ¿Cuál era la fuente de su alimento? ¿A qué se iba a aferrar?

Flotaba, pensando esto, sin saber que si algun día nacía, jamás lo iba a recordar. Jamás lo iba a olvidar. Certeza de vacío.

Nunca el terror a morir debe ser inferior al de vivir.

domingo, 25 de marzo de 2012

La invasión del absurdo.


Ante ese inmenso patio de luces, la mirada de un ser humano cualquiera se pierde entre las nubes y sus formas. La vista, a pesar de lo feo de las fachadas interiores de una urbe no especialmente rica, le conmueve, le atrae de forma irremediable.

De la poca luz que ilumina su cara, una parte le devuelve, sobre el cristal de la ventana, una versión apagada de sí mismo. Sus ojos, su boca, su mirada, reflejan un gesto absurdo, algo macabro quizás. El ser humano se ve a sí mismo en una mueca difuminada, donde sonrisa y lástima se mezclan completamente.

- Es tan agotador estar triste. - Le dice. Él ni se inmuta, sigue mirando al cielo y a su reflejo, fundidos en alguna parte de su retina. Cree que se escucha a sí mismo. - Perder las ganas, la fuerza. No poder. No intentar. Arrastrarlo todo contigo, como un río de lodo.

Se hace un silencio largo. Las nubes empiezan a abrirse por detrás de uno de los tejados. Pero ya anochece.

- ... Estar feliz también es agotador. Porque es una tarea imposible, una lucha a muerte. El tiempo, la actividad, y en algún momento siempre aparece el dolor, el propio o el ajeno, porque la felicidad viene de lo ajeno, y es lo ajeno quien te lo arrebata. Y uno se empeña, lo intenta, y allí está, con sus endorfinas, cuestionándose lo absurdo de la infelicidad y cayendo de nuevo en un pozo ya nada absurdo al paso siguiente. Pero después escala ese pozo, y vuelve, y se va y vuelve. Logra felicidades momentáneas, porque la felicidad debe ser así. ¿Quién no sabe eso? El que está extenuado por pura tristeza, quizás. Pero el resultado también es agotamiento. Quizá más.

Una gaviota atraviesa el patio, y se posa sobre una chimenea. Dibuja una silueta extraña, justo en medio del reflejo, de la cara, de la voz, de las nubes y de la luz crepuscular. Chilla.

- ... Claro que después están las rutinas. Ni feliz, ni infeliz. Ocupado, entretenido, pero anestesiado. Es preciso estar muy ocupado para evitar la tristeza, y eso también es agotador.  Porque cuando paras, comienzas a pensar, y cualquier pensamiento deja a la rutina inerme, y la ridiculiza. Y ridiculizar la integridad humana es agotador, casi delictivo. Vivir en una rutina que evite esto, también es agotador.

Como salido de un ensueño repentino, el ser humano mira a su alrededor, tratando de comprender de donde viene esa voz que creía el hilo de sus pensamientos.

- ... Y al final todo es agotador, ¿a caso no es eso envejecer? ¿No es irse cansando cada día un poco más pronto de la vida, extenuarse? No hay mucho más que enteder, cada uno que elija cómo, porque el resultado siempre será cansancio, aunque todo lo que haya detrás sea absolutamente distinto. Después, tarde o temprano el agotamiento traerá el dolor. ¿Sabes que es el dolor? El dolor es una respuesta fisiológica, del cuerpo. Es el resultado de un daño. Pero de un daño físico. A cualquier ser humano le cuesta creer eso, cuando los retortijones de cerebro le sacuden día sí día también. Dolor de alma, dolor psicológico, dolor emocional, llámenle como quieran.  Crear heridas invisibles que agotan a uno mucho antes de tiempo, y lo envejecen a marchas forzadas. Cadáveres andantes mentales, cadaveres sin emoción, cuerpos psicológicos, quizás. Cualquier otro animal lo entiende mejor, sin daño, sin herida, sin enfermedad, no hay dolor.

- ¿Quién eres? ¿Donde estás? - Pregunta el ser humano sin acabar de comprender.

- (...) - Se oye una respiración agitada, un suspiro.

- ¿Qué quieres?

Nervioso, devuelve la mirada al cristal, a esa mueca reflejada de absurdo contenido. Ya es denoche, la imagen casi está desvanecida. Al fondo del patio, se encienden las luces deu n par de ventana. Se marcan los contrastes, el reflejo desaparece. Se enciende la luz, y así el absurdo.