Nos
sumergimos en una especie de dadaísmo vital. A día de hoy, el arte es una
patada en los cojones y ni siquiera es fruto del odio. Cada cual es su propio
artista, su propio cuadro, y pinta una imagen desfigurada de lo que quiere
enseñar. Como éste, que se va de metafórico. Después, nos acabamos creyendo
nuestros propios trazos. Cierto es que nos hacemos a nosotros mismos, pero
hacerse se basa en la experiencia más que en... ¿en qué?
Creo
que nos estamos enfermando, que habremos envejecido publicando la cantidad de
insustancialidades que hemos hecho, y que en cierto modo, lo de generación
perdida es bastante cierto. En realidad la palabra perdida no me gusta, todo
sirve de algo, sea como contraejemplo o como punto de inflexión. Tampoco me
gusta generalizar a una generación. Y así a todo lo hago.
Hemos
conseguido que lo que hace y dice la gente no nos importe nada, que pasemos
sobre sus vidas como quien pasa las hojas de un catálogo de tornillos. Nos
volvemos más hipócritas, desfiguramos el término amistad, rebuscamos en la
basura ajena y nos resarcimos de los hígados masticados. Estamos dando de comer
a la paranoia, creando Guerras Frías y Guerras Calientes entre pares de
personas. Podemos entrar en cualquier casa sin usar una sola puerta, y en el
peor de los casos vemos por ventanas sin cortinas. Ni me doy mucha cuenta de lo
que ello significa. Visto con perspectiva seguro que da miedo.
Finalmente, nos recreamos en nuestros peores aliados, nuestros demonios, nuestras pasiones, nuestras obesiones, y lo hacemos nuestra principal máscara-piel. Se puede resumir a cada persona girando en un micromundo, pero todo se resume en masturbación.
Somos
píxeles, y ni siquiera se pueden tocar. Están detrás del plástico de la
pantalla, porque es cierto, hace mucho tiempo que ya ni son de cristal.