martes, 5 de octubre de 2010

El atemporal esturnudo callejero

La lluvia llamó de nuevo a las puertas de Santiago. Ante tremendo estruendo los artistas callejeros llevaron la música a otra parte, guardaron la caja de pinturas o renunciaron ante unas acuarelas demasiado aguadas. Tan siquiera se ven juegos malabares, o columnistas de la melancolía bajo árboles o piedras centenarias.

Ya no resuenan las monedas.

Todo lo que me gusta de esta centenaria ciudad, la viva vida de sus calles, desaparece.
La rutina se llenó de paraguas, que, como si sirvieran para proteger de un sol inexistente, desaparecen por las noches. Ni paraguas ni paraguantes, todos se recogen del frio, del agua o incluso de ellos mismos.

No es lunes, ni martes, ni miércoles. No es jueves ni viernes. Tampoco es sábado. Es decir, ni siquiera es domingo. No es ningún momento sino un lugar.

Sin embargo, no salí ayer al sol, ni hoy con la multitud de paraguas. Ahí estoy yo, tocando la sonata nocturna de los charcos con un paso decididamente lento, estandarizadamente aleatorio. Pintando suelo y calles de amarillos y naranjas faroláceos. Haciendo malabares con las gotas que rebotan en mi pelo, en piel o en el propio suelo.

Calado hasta los huesos.

Deshaciéndome del refugio de mi mismo, de algo así como cartón piedra. Ni el mío ni el de nadie son impermeables.

Columnista de la melancolía y fiel seguidor del estornudo y su familia; ese que, cuando los músicos me reclamen su lugar, los pintores sus pinturas, los malabares sus piruetas y los melancólicos sus columnas, me hará sonreír de gusto, del recuerdo del pasado y su noche, el presente y el sol, y, aunque para entonces ya haya curado, del futuro y su empapado ‘’nosequé’’.

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