domingo, 2 de febrero de 2014

El niño fisiológico.

La autoconsciencia fisiológica: ser capaz de utilizar los sentidos sobre uno mismo. 
Dentro de sí. Físico.
Busca uno toda su existencia entenderse a sí mismo, sus pensamientos e incongruencias, y dudo que, salvo alguna base de engaño en la dicotomía que va del simplismo a la genialidad, nadie lo haya conseguido, pero no lo sé. ¿Pesimismo? ¿Derrotismo? Eso son pensamientos, y hoy, los rechazo de pleno.

Físico. Físico.

Uno jamás va a entender completamente al prójimo porque uno jamás se va a entender completamente a sí mismo. ¿Pero quién quiere entrar en eso? ¿Quién quiere ahogarse en eso?


La autoconsciencia fisiológica; el cuento.
Es la historia de un niño. A sus 8 años y lleno de la curiosidad de quién por fin puede moverse ágilmente por el mundo, fue devorado por relatos infantiles de otros niños más ávidos y ('mal')intencionados. Es una historia mil veces repetida; fuese por brujas, extraterrestres o maldiciones de ancianas, o quizá la casa (no) encantada de un vecino con un jardín mal atendido y una fachada un algo descuidada. El niño se hizo consciente; le enseñaron el miedo. Del silencio cabeza-almohada poco quedaba y una amenaza latente vivía con él. La noche distraída se hacía viscosa y de plomo. Quién lo entendiese. Quién lo consolase.


Descubrió al poco tiempo por mero ensayo y error, que escondiéndose bajo Las Sábanas hallaba cierta suerte de refugio. Otra historia mil veces repetida. Encontraba en una fina capa de algodón el alivio que ni tan si quiera su padre (¡su padre!) le daba con sus palabras. La noche seguía pesando sobre esa capa y notaba su peso sobre ella. Por encima de ella. Y eso ya ayudaba.

De esas noches hubo muchas y en muchas de ellas excavó el niño lo que llamaba La Cueva: un salvoconducto de respiración entre su guarida y la noche. A menudo siente el eterno refugiado que el aire se le hace insuficiente, o cargado, o pesado, y valoraba ya por aquel entonces por encima del miedo, la necesidad del aire fresco.

Si la casa quedaba solitaria y no rondaban adultos despiertos con su halo espanta-cuentos, el miedo también se hacía algo diurno; no poder confiar en la luz del día lo pone todo patas arriba. Aprendió entonces el niño, pensando en Las Sábanas, que El Armario de su cuarto era un fuerte resistente. Allí dentro no exigía, y las horas respondían pasando con celeridad. Aunque afuera hubiera luz y dentro no, la oscuridad no daba miedo, pues si algo tan escurridizo y viajero no podía entrar, mucho menos podrían hacerlo sus miedos. Nadie. Nada. La negrura sumía en la no existencia al niño, a sus abrigos, a sus zapatos, a sus camisas. Él lo entendía de una forma más simple.

Por ser de día no dormía; por no haber nadie, de fuera nada escuchaba, y por sentirse seguro nada pensaba. Sin plena consciencia se sumergía en la hipnosis respiratoria, el latido del corazón, su empuje ligero contra sus costillas, sus propias costillas, la piel resbalando sobre ellas, el vaho humedeciendo las paredes del armario, el brazo rozando su abrigo de plumas, la cabeza apoyada sobre el armario, la piel empujando al cráneo, el sonido mojado de los parpadeos, espasmos de lengua, espasmos de vasos sanguíneos, nervios sinaptando. Probablemente pasaban tantas horas que alguna vez oía sus huesos crecer.


Creció el niño más que los cuentacuentos y las historias malintencionadas, y la cabeza, quién sabe cuándo, dormía ya muchas veces fuera de las sábanas, y los pensamientos, quién sabe cómo, ya estaban para entonces desplazados por quién sabe qué. Paulatinamente los refugios van desapareciendo con los miedos, y en este nuevo (y valiente) momento este joven (el niño es joven, pero el joven no es niño), no puede dormir. Aprende la palabra Insomnio y la suma a su pensamiento. ¿Y qué es? ¿Y por qué? Es un no dormir sin modales que viene y se va cuando quiere. Recuerda los tiempos de las brujas y los miedos, de como acongojado por el miedo se agotaba pronto e, hipnotizado por el ruido de su respiración contra Las Sábanas, enseguida se rendía al sueño. Ya no significan: las sábanas y el armario.

Establecido en lo adulto (un joven puede ser adulto, pero un adulto no puede ser un joven), eran ahora otros muchos pensamientos los que desplazaban la mera incomprensión sobre 'no dormir'. El Insomnio no era un hecho o un pensamiento en sí, era la viscosidad de la noche que ya no tenía la concreción de los cuentos de niños, y ningún refugio de sábanas (en el no dormir todo se intenta) tiene nada que ver con él. La noche pesaba, se alargaba como un chicle y se le quedaba pegada a los ojos, unos días sí, otros no.

El adulto, los pensamientos, y la noche (o el día). Otra historia mil veces repetida.

Una noche más, (ya lo dijimos, en el no dormir todo se intenta), este adulto se encontró frente al armario de su antigua habitación infantil. El adulto bucea en recuerdos casi con tanta ilusión como el niño en futuros y deseos. Rebuscando y recordando, se vio repentinamente dentro del armario, y como un shock repentino, recordó, muy vagamente, que allí pasaba horas y horas sin saber muy bien porqué. La idea se le hizo deliciosa por hacerle sentirse niño. Encerrarse en un armario porque sí, por la gracia. Se encerró allí el adulto y esperó, lleno de emoción. El corazón se aceleró y se le encogió mientras a duras penas se hacía sitio en el armario y cerraba la puerta. Los olores le llenaron de recuerdos, se le humedecieron los ojos. Mientras se acomodaba todos aquellos viejos abrigos hacían ruido contra sus orejas.

Esperó. No había ruido fuera, no entraba luz, no había miedos. Esperó. Pronto empezó a inquietarse, como a la espera de que algo más ocurriese. Después comenzó a aburrirse. Pensó en que tendría que dormir. Algo le decía que debía permanecer más allí, que así entendería algo, una doble lectura. Allí había pasado algo importante. Esperó.

Pero.

Pero.

Salió. Estaba un poco decepcionado.




La autonconsciencia fisiológica. La pregunta.
Escuchamos más a nuestros pensamientos que a nuestro cuerpo. Sobre los primeros creemos tener dominio, sobre el segundo, lo dejamos ir a lo suyo. Al final dominamos más al segundo de lo que creemos controlar al primero.

El pensamiento y el cuerpo es lo mismo.
¿El pensamiento y el cuerpo es lo mismo?



Otra historia mil veces repetida.

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