domingo, 9 de marzo de 2014

La ley de la profundidad.

De vuelta a la luz, y en el olor de un aire más seco e increiblemente limpido tras tres meses de lavado, me enseña esta época la ley de la profundidad de las plantas, y buceo como tinta china entre lo órgánico de un papel de 200 gramos y el agua que depositan los suaves pelos de camello. 



La Ley de la Profundidad fue una ecuación propuesta por un señor inglés hace 50 años. Desde entonces, jóvenes universitarios de todo el mundo la han estudiado llegando a la conclusión de que es un constructo teórico de ninguna utilidad.  Los propios profesores no acaban de saber muy bien por qué se sigue enseñando, pero un extraño sentir les obliga a hacerlo. Al fin y al cabo nadie la ha rebatido. ¿Pero para qué sirve pasar por todo el proceso si todos llegan finalmente a la misma conclusión? 

(La misma conclusión. Espérense, ¿no son las matemáticas unas ciencias exáctas?). 

Cuando este hombre tomaba su té y escribía entre la diversión y la dispersión su ecuación, no pensaba más que en la proporción  de tamaño que debería haber entre la parte externa del naranjo de su huerta y la parte subterránea que nunca había logrado ver, pero que sabía él bien, era inmensa. Se preguntaba como aplicar esta proporción a algún constructo humano. La estatura, el área total ocupada por la piel... ¿respecto a qué? Así surgió la Ley de la Profundidad, de la que solo tenemos la ecuación y una historia incompleta.

Vuelta a la Quintana, fin de las pruebas absurdas, apostarlo todo a los nervios sensoriales y volver a confiar en que, quien labra su tierra a base de bien confía sus raices al tiempo atmosférico, y a nada más.
Bajo tierra, todo se extiende, y el miedo a ser arrancado debería convertirse en un sustantivo, una preposición, y una construcción verbal.

Si algo me arrastra a lo más profundo, que sea una plumilla de la librería de las 5 calles.

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