viernes, 12 de agosto de 2011

Niebla roja.


Los primeros ruidos de la mañana despertaron la premonición de fatalidad en algún rincón, entre los genes y el instinto, de un zorro rojo de siete años que ha sobrepasado con creces el tiempo que le podía brindar la naturaleza. El hambre, la edad, alguna enfermedad, o una mezcla de todo esto están a punto de llevarse a este astuto ser.  A los zorros no les persiguen encapuchados con guadañas ni mujeres tejedoras o velas que se apagan. La muerte se percibe desde dentro, y este viejo ya puede notar con antelación cierta putrefacción, un poco más de atrofia y un insalvable olor a falta de vida que apenas le permitió echarse a dormir con el final de la noche.

En ese instante, un niño, también de siete años, pero con mucho menos vivido y mucho más por vivir, se levanta de cama con las primeras luces del alba, aunque el detonante no ha sido más que una pesadilla. Alejandro tiene siete años. Vive en un chalet de verano con sus padres, que lo tienen en un pedestal. Alejandro, sin embargo, a pesar de su corta existencia, quizás cosa de los genes, o del instinto, vive totalmente desligado de sus progenitores. De alguna manera él lo sabe, aunque los mayores no lo sospechen. Ya tiene edad para comprender lo buenos que realmente son, y lo bien que lo tratan, pero simplemente, las cosas son así. Se sabe solo en el mundo, de alguna manera. En parte de ahí le vienen las pesadillas. Jamás las recuerda. Se despierta empapado en sudor, pero no grita ni entra en pánico. Se siente tremendamente apartado de todo, vacío... aunque todavía no acaba de entender esas sensaciones.

Ávido por el principio del fin, el zorro rojo detona la última carga de vida .Se levanta todavía enérgico y comienza su marcha, bosque abajo, hacia el valle, donde desemboca el río. Quizás lo mueve el instinto natural de la transformación, de la descomposición que camina de la mano con la humedad, o simplemente se deja arrastrar por la sed del último aliento. Sin importarle mucho, entra en una pista de gravilla, y la sigue, siempre hacia abajo. Donde ellos viven.

Alejandro baja las escaleras que separan los dormitorios del resto de la casa. Cuando alcanza el primer descansillo, mira por unos instantes la puerta del cuarto de sus padres. El no acude a su bunker  de sábanas cuando tiene pesadillas. Nunca lo ha hecho y lo desconoce. Agarrando un cojín estampado con un personaje de dibujos, baja todavía medio dormido cada peldaño, y se dirige al salón, inundado por una luz grisácea que se filtra entre la niebla matutina.

Al final de la pista de gravilla, el zorro apura sus últimos pasos tambaleante. Lejos de encontrarse el río, da con un montón de piedras amontonadas y hierros verticales. Muros y más muros de chalets que cercan las vistas a la desembocadura. Olisqueando más allá de su propio hedor mortecino, consigue colarse por debajo de un portal. Pisa un campo verde y recortado, lleno de pequeñas gotas de rocío. Las piernas apenas le responden y la peste de la muerte le nubla la vista. El zorro rojo cae, y tras una serie de respiraciones cada vez más lentas, muere a escasos cincuenta metros de Alejandro.

El niño, como acostumbra, se sienta desconsolado ante la cristalera del jardín, mirando como la condensación de  la mañana forma gotas en el vidrio que se pelean por comerse unas a otras para precipitarse cada vez más rápido hasta el suelo del jardín. Por lo general, estaría así indefinidamente, hasta que el despertador de su padre despertara un miedo incoherente que lo lleva a meterse en cama y hacerse el dormido. Esta vez, sin embargo, es una gota la que le da el aviso. Siguiéndola con la mirada, ve al zorro deformado entre las gotas. Todavía no sabe lo que es. Soltando por fil el cojín, se levanta y abre con cuidado la cristalera, saliendo descalzo al frío césped.

Acurrucado, el cuerpo del zorro comienza a enfriarse. Si alguien viera a través del cadáver, sería testigo de la cristalera abriéndose y un niño caminando hacia él. Pero la muerte no entiende de visión y no tarda en demostrarse. El pelaje se ve feo por los años, aplastado por la humedad y apagado por la vil huida de la vida. La hierba parece peinar el pelo de su cola, mientras es arrastrada en sus últimos metros hacia el río.

Alejandro, sin apenas haberlo pensado, lleva al zorro en brazos, a veces levantado y a veces arrastrándolo, o como pueda. Malamente soporta el peso. Sabe que es un zorro por algún libro de dibujos, pero nunca había visto uno de verdad. Al llegar a la orilla, sudando y con dolor en el pecho por el aire frío, lo tira al suelo y se sienta a su lado. Algunos pájaros cantan por fin y la niebla empieza a disiparse. Mira a su casa, donde duermen sus padres. En ningún momento se pregunta porque el zorro está muerto, o porqué ha llegado allí. Al verlo, le fascina su soledad, y algo así como todo lo que ese zorro ha vivido. Lo acaricia, colocando su pelaje rojo en orden. Después, se levanta y vuelve a la cristalera, la cierra, y se sienta, agarrando su cojín.

A través del vidrio, a lo lejos, mantiene la mirada fija. Después, con el sonido la alarma, Alejandro vuelve a la cama.

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