- Dime, ¿me quieres?

El momento era tan absoluto, tan mágico, que entonces me puse a llorar. No de alegría, ni exactamente de tristeza. Me dio pena el futuro. La brisa se me clavaba en los oídos y la canción prácticamente me perforaba. Tú me miraste contrariada y me sonreíste, todavía sin decir nada.
Al sol del medio día comimos sobre la cama, en esa playa desierta. La cama se lleno de migajas y alguna que otra mancha. A la tarde los chillidos de las últimas gaviotas nos mandaron recogerlo todo. Todo.
Esa noche el coche era especialmente silencioso, agradable, infinito. Cada curva de la carretera nos mecía con suavidad. Parecía que aquellas 24 horas eran la eternidad, lentas, suaves, cálidas, perfectas. Pero pasaron.
Los siguientes días, las siguientes semanas, los siguientes meses, los últimos años. Lo demás fue decadencia. Una lenta, suave, cálida y perfecta decadencia. Nunca pasaba del todo.
El viaje hacia la infelicidad fue silencioso, infinito.
Cada vez que escucho aquella canción, cuando le das la vuelta al disco, veo tus pies descalzos hundiéndose en la arena, tus piernas infinitas, tu boca cerrada.
Tus labios sellando nuestro futuro.
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