sábado, 14 de mayo de 2011

El degradador de prismas.


La relatividad es un gran concepto, que puede resultar tan relativamente odioso como agradable.
Probablemente me precipite por una vez, al decir que nunca me he enfadado realmente. Quiero decir, supongo que he tenido la suerte de que nunca, nadie, me ha hecho nada lo suficientemente grave a mí mismo, en primera persona, que me haya hecho enfadarme con ese sujeto, cortar la relación, mandarlo a la mierda o cualquiera de estas cosas que oigo una y otra vez en la vida diaria de desconocidos y conocidos (Estos últimos esperando a veces que vaya más allá de la empatía, y que experimente exactamente lo mismo que ellos)

A veces me pregunto si es que vivo en una nube, y no me entero de lo que la gente me pudiera estar haciendo porque... por simple estadística ya me debería haber tocado.

Tampoco digo que sea un insensible, y que no haya cosas que me molesten, que no tenga ideales y creencias que puedan ser dañadas, o que no sienta repugna hacia ciertos actos cotidianos y no tan cotidianos.

Me pueden molestar muchas cosas, en mayor o menos medida: Los pensamientos retrógrados, la cabezonería generalista que en realidad no va a ningún lado, la crítica no constructiva que alimenta las relaciones que tan rápido unen como separan a la gente, la vagancia extrema, la pereza enfermiza, la falta de curiosidad, las faltas de respeto, que las hay de muchas formas: El que no se respeta a sí mismo, el que no respeta a su cuerpo o su salud, el que no respeta a los otros, el que no respeta al sexo opuesto, la raza distinta, el país del al lado o el de la otra punta. No me gusta el que no respeta lo más mínimo a la vida. No me gusta el intransigente, el conformista, el pesimista perezoso que ya da todo por perdido antes de empezar. No me gusta la mentira, aunque tampoco me gusta la verdad mal utilizada. No me gusta que a le gente no le gusten cosas que ellos mismos no ven en sí mismos.

Es posible, por no decir totalmente cierto, que por tanto no me guste a mi mismo. Está claro que la persona con quien más veces me he enfadado realmente (y que recuerde la única) es conmigo mismo. Sin embargo no es una cuestión de autominar mi autoestima, sino de construirla.

Y mientras uno se construye va tomando decisiones, va adquiriendo creencias y va sumando lo que le molesta y lo que no a su lista. También tiene que aprender a restar, que es más difícil, y por ello mucha gente mayor parece que le molestase todo. A otros ya les molesta todo demasiado pronto.

Sin embargo, aun con tanta posible molestia, me gustan muchas más cosas, me compensan muchas más virtudes del mundo, e incluso, de las personas. Porque todos somos algo, tenemos algo, de todos aprendemos y con cualquiera uno puede crecer. Está claro que unos tienen más virtudes, otros tienen menos pero más altas, y otros van tirando con lo que hay. 

Si algo he aprendido en estos últimos años es que, por muy diferente que otro parezca de uno mismo, no es razón para rehuir de esa persona. Con más razón, mas nuevos matices vas a descubrir.

Entonces hago balance... y me pregunto ¿Cuánta gente he conocido? ¿Cuánta gente he llegado a conocer? ¿Cuánta gente me ha llegado a conocer? ¿A cuanta gente he llegado a ser cercano? ¿Cuánta gente ha llegado a ser cercana a mi?

Y lo más importante, ¿Cuánta de esa gente ha perdurado en el tiempo con la misma, o al menos, con similar cercanía a la que se pudo lograr?

La respuesta es desconcertante. Y hay otra pregunta... De tantos que he ido perdiendo, de los que me he alejado, ¿Con cuantos me he enfadado?

Con ninguno. ¿Entonces? ¿Qué?

Si bien es cierto que muchas amistades, a nivel más superficial, surgen como una necesidad, como fruto de un contexto, un ambiente, y, el salir de ese ambiente, el tiempo, la distancia, las va borrando..., otras, por su profundidad, deberían mantenerse. Porque seguir conociendo es un arte, un placer. Porque uno quiere seguir creciendo. Porque ser uno implica necesitar a otro y porque construir un vinculo es una forma de crear, y crear es la mayor virtud del ser humano, la mejor sensación que puede experimentar.

Entonces,  ¿por qué se va destruyendo? ¿Realmente me estoy convenciendo de que no me he enfadado? ¿Es así más facil?

Quizás simplemente no existe el enfado, sino la decepción, el desinterés. El viento que empuja arenas en los ojos y poco a poco borra las huellas del suelo, esas marcas que antes veías tan claras, tan firmes, y que habrías jurado, seguirías hasta el final, como quien sigue la estela de un arcoíris en busca de su inicio, para topar un tesoro.

No es necesario ser muy mayor para saber que los arcoíris no tienen comienzo. Otros, sin embargo, por muy mayores que sean, todavía no han averiguado que el tesoro está en su búsqueda, en el camino, y que lo grave no es que desaparezca el caldero de oro, sino que pare de llover, que se oculte el sol.


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