viernes, 25 de mayo de 2012

El paciente destino de la profecía autocumplida.

Él, que había sido dotado de una gran paciencia, pronto comprendió de la utilidad de esta. Con ella, pudo oir a gran número de personas, de penas y alegrías. Pudo leer pequeños y alegres textos, y otros largos, pesados y extensos sin más. Entendió la insustancialidad del tiempo, que se nos va de las manos mientras lo contamos.

Su paciencia le llevo a creer en la sabiduría, y pensó que observar el mundo con su indómita paciencia le haría alcanzarla. Observando, se dio cuenta de algo fundamental para el sabio, que más allá de sus horrores, la vida no dejaba de ser algo tan hermoso como atómico e irrelevante.

Pronto aprendió la forma en que se debe amar a las personas. De una en una, como deben ser. De la única forma que son personas.

Con el tiempo, que no se molestaba en contar, despertó en él una sensación de necesidad, de compartir. Pensó quizás que debía de compartir su sabíduría, su forma de ver el mundo. Lo hizo, lo intentó. Cada uno escuchó a su manera, y más allá de las pequeñas influencias, cada uno siguió escuchando lo que más deseaba oir.

Entonces, reflexionando, el sabio pensó que quizás amar a otro, a uno solo, y no al conjunto humano era lo que necesitaba. Observó a su alrededor, observó la belleza del hombre y la mujer, la sensualidad, la ternura. Lo observaba todo y no acababa de entender que deseaba él.

Como sabio que se creía nacido de la paciencia, se resginó a pensar que su propio don, el de esperar, debería tener un fin, el de traerle a alguien. Así, su paciencia y su sabiduría alcanzada tendrían una razón, un objeto.

Entonces se sentó y esperó. Observó a la gente y sus cualidades, sus conversaciones. Miraba, pensaba, miraba. Le hablaban. Esperaba. Con el tiempo dejó de responder, solo observaba, con esa paciencia infinita. Hombres y mujeres pasaban por delante con curiosidad. Las canas, la barba crecían y el sabio paciente nunca se daba por vencido.

Llegado un día, el hombre murió.

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