martes, 10 de julio de 2012

Eco. Solo.

Solo y con lo puesto. Yo y una mochila, nada más. En el cuarto no hay más que unas sábanas blancas sobre un colchón viejo. Encima estoy yo. Todo lo que tengo ya se lo han llevado y yo he vuelto en cura de humildad, sin posesiones. Si me atrevo a hablar, pues no es tan fácil, se aprecia un eco que jamás imaginaria en una habitación tan pequeña.


El eco y yo, y la ventana. Resueno en las paredes sin abrir la boca, y escucho unos pensamientos amplificados, casi sorprendido de su voz, de su sonido. ¿Dónde estaban? Llevo aquí encerrado 4 horas, sin nada. Qué sensación. Sin nada que hacer. Tengo un libro en la mochila. Lo leo, sin más. Volver a leer como hacia mucho tiempo que no lo hacía, sin cruces de ganas y motivaciones, sin complicarse.

Por una vez no me abruma la información externa, entiendo mejor a la interna. Pienso sobre ello. Información, información, información. Por todas partes. Y así quién se escucha. No hay internet. Apagué el teléfono por no traer cargador, para ahorrar. Apagué la televisión por absurda. Me tiré sobre la cama y escuché al somier quejarse. Al encogerme sobre las sábanas de pronto sentí vértigo. Vértigo por escucharme de verdad después de tanto tiempo. Me puse en posición fetal. Sin noticias del mundo exterior no hay mundo exterior. No hay información irrelevante que cada uno pone en su escaparate. No hay querer saber por saber. No hay un mirar pasivo con un reloj girando a las espaldas. Yo, el cuarto, la ventana, el eco.

Me sentí liberado. Ligero. Recordé la época en que yo mismo no poseía nada. Hasta hace unos años mis posesiones se podían contar con facilidad. Crecí entre lo compartido y lo heredado, sin que el posesivo ''mío'' fuera relevante. Me fui de casa por primera vez con poco más que una maleta pequeña y así ya me había trasladado completamente. . Pasaron 5 años. ¿Qué es eso? Uno se va complicando. Queriendo crear una identidad, un lugar. Y eso está bien, pero a veces creamos una burbuja de objetos que nos separan de nosotros mismos. Cuando dejamos de mirarlos por un momento, nos sentimos viejos. Rodeado de tan poco me siento joven, ágil. Irse no es tan difícil así. Tampoco lo es volver.


Llegaron los latidos, los sonidos internos. Escucho el estómago, las vísceras moviéndose, la respiración. La saliva tragada, la sangre bombeándose. Yo como única información. El cerebro. Una sensación de hiperestesia; ser consciente de todo mi cuerpo a la vez. Recordé su fragilidad, la facilidad de la muerte, la dificultad de la vida. Lo sencillo que es cortarse, desgarrarse, romperse, terminar, desaparecer. Lo difícil que es nacer. La suerte de poder entenderse, comunicarse. Lo simple que es ser niño.

Con el tiempo, cristalizado, la consciencia del cuerpo se humaniza. Empiezo a sentir. Dónde estoy, con quién estoy, qué quiero, a quién quiero. A echar de menos, a arrepentirme, a asegurarme. Al borde incluso de llorar. Pero basta con hacerlo hacia dentro. La lágrima retrocede hasta la retina y sube por el nervio óptico, cruza el quiasma y llega hasta el cerebro. Y os empapo. Nos empapo de agua y sal. A todos. Y lo sentís, estéis donde estéis, aunque os abrume el mundo exterior, aunque a penas os deis cuenta, y yo lo siento, lo se, me conmuevo.


En la habitación no hay nada que pueda frenarlo. Frenarme.

Viene la taquicardia y llueve más fuerte.

Agotado, me vuelvo a encoger sobre las sábanas. Tengo frío, estoy solo. Todavía hay que entender los significados. Miro al teléfono a la hora exacta. Sí, esa. Me falta el abrazo, el calor. Pienso en llamar, pero no lo hago. Todo está dentro. Me encojo. Siento. Nadie mide el tiempo.

Me duermo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario