jueves, 18 de julio de 2013

La metáfora simplona del consquistador sin país.



Me encontré hace tiempo con un país vacío y me dispuse a conquistarlo.
Pero todo es relativo, claro. Un país no puede estar vacío. Caminando por mis fronteras y observando el horizonte, observé ese nuevo territorio. Había bosques, caminos, animales. Contenía muchas cosas. Había gentes danzando y bailando, gentes graciosas, gentes sabias y gentes tontas. Había una música maravillosa, que guardaba una confortable sensación de familiaridad. Había unas tradiciones curiosas, amables. Era un país que quería incorporar en mí. 


Sin lanza, ni armadura, ni escudo –Yo estaba en la frontera, y estos los tenía guardados en mi morada- me lancé a la conquista. Creí llegar y colonizar. Supe pronto que era bien recibido, que sus gentes me aceptaban desde un primer momento. Me sentí un igual. Yo entonces les hablé de fronteras, de que ahora ellos formaban parte de las mías, pero que los dejaba ser libres y ser ellos, con sus músicas, sus bosques y sus tradiciones. Solo cambiaba un concepto. 

En mi primer retorno pronto me di cuenta que el concepto era insuficiente. Yo no me sentía dueño de ese país –que deseaba- , ni guardián de esas gentes ni señor de sus tierras y sus bosques. Me di cuenta porque, al volver a mi territorio mi perspectiva cambiaba. 

Asique volví sucesivas veces, siempre tan bien recibido. Conocí sus costumbres hasta que yo mismo las podía evocar en mi cerebro, sus gestos, las particularidades de su habla, que en principio me había parecido tan similar. Sin embargo, de cada vuelta a casa me invadía el mismo sentimiento. Mi frontera no dejaba de ser la misma.

Traté alguna vez de adoctrinar, de hacerles conscientes de la nueva situación, de mi conquista, de nuestra unión. Ellos sonreían y afirmaban después de un tiempo. Yo me convencía. Pero en cuanto dejaba de ver sus caras los conceptos mentales de sus cabezas ya no valían nada.

Pronto todas esas pequeñas diferencias que me atraían tanto, que nos hacían países diferentes y que a su vez despertaban mi deseo y ganas de incorporar tal país, y no otros, se me hicieron irritables; la razón de no poder mover hacia ellos, lo más mínimo, las lindes de mi territorio. Con cierto reproche extraño escuchaba sus canciones, y su cálida hospitalidad se me hacía un engaño condescendiente para retrasar mi conquista hasta un próximo intento. 

Y lo único próximo fue la obsesión.

No tardé en darme cuenta que mi cometido era inútil, y que tenía que ir a buscar al interior de mi territorio las lanzas, armaduras y escudos que llevaban años acumulando óxido y telarañas. El mío era un país pacífico, pero todos tenemos armas. Las conquistas son frutos de guerra.
Ya enfundado en mi armería, renovado, me sentí poderoso, superior. Entré orgulloso en sus bosques y los crucé triunfante, entré en sus pueblos con pose amenazadora. Allí no encontré nada. Todos habían huido, supongo. Prendí fuego a sus símbolos, planté mi estandarte, y volví a casa, sintiéndome ganador.

Pero durante muchas noches, largas e infinitas, no pude dormir.

Seguía sin entender el arte de la conquista, de la guerra. Ahora era dueño de nada.

Volví de ahí a un tiempo, a integrarme en las tierras ya vencidas, a familiarizarme con ellas. En los pueblos inhabitados, en los ríos sin ruido, en los bosques vacíos. No había personas, no había animales, y las plantas seguro intentaron huir, pero no pudieron. Por las noches, el insomnio volvía, pero ya no fruto de la impotencia, sino del miedo. Todo era extrañamente triste y desolador. Y no tardé en darme cuenta que, cuando vi la frontera por primera vez, quise ese país por alguna extraña razón que los diferenciaba del resto, y no porque no contuviera nada. Había creado un fantasma. El fantasma era mío y cualquier día me podría comer. 
Arrepentido, regresé al pueblo, arranqué mi estandarte y me volví a casa, con el orgullo vencido y algo que no podría nombrar herido por dentro. Desilusionado. Me encerré en mi morada y me olvidé de aquellas gentes. En verdad, me olvidé de mi propio país y de mis propias gentes –que en todo este narrar no han sido ni descritas, ni nombradas-. 

Pasé una época de soledad. Ya no era más dueño que de mis cuatro paredes. De nada. Fue una época larga y tardó demasiado en ser dolorosa. 

Cuando dolió, ya no entendía nada, ni a mis gentes, ni a las de aquel país, que habían vuelto a su rutina. Recelosos, me recibían, pero no compartían ya ni sus canciones, ni sus bailes, ni sus tradiciones. Las puertas de sus casas se me cerraban. Ya no era bienvenido. Sus bosques se me hacían oscuros y me recordaban los miedos vacíos allí vividos. 

Mis gentes, desatendidas, también habían acumulado recelo. Si pedía canciones, ya no las sentía tan mías. Si miraba mis jardines, ya no disfrutaba con su vista. No solo no había ganado, lo había perdido todo.
Para cuando fui aprendiendo, cuando cierta normalidad volvía dentro y fuera de mí, volví a sus tierras, arrepentido, sin mayor intención que el perdón. Las gentes, sencillas y generosas, vieron mi sinceridad y sonrieron, habiéndome perdonado. Fue una noche increíble de celebraciones. Ebrio, por fin bailé sus bailes y aprendí alguna de sus canciones, que sonaban más bellas que nunca. La oscuridad se hizo alba y el vino me devolvió a la realidad, y mientras todo volvía a la calma, vi el nuevo símbolo, el nuevo estandarte.

Extrañado, pregunté a uno de los viejos del lugar. El dijo que no entendía mucho, pero que un hombre y un montón de gentes habían pasado en las últimas épocas por aquí, y había sido maravilloso. Algunos se habían quedado, otros –de los suyos- se habían marchado. Habían aprendido muchas cosas. Juntos, construyeron un nuevo estandarte, y ahora, las gentes iban y venían de aquellas nuevas tierras. Ellos eran ahora un país grande.

Me sentí confuso, primero algo enfadado, después lleno de envidia, y finalmente triste. Verdaderamente, yo, había llegado antes. Yo había sido recibido con la mejor de las bienvenidas y la aceptación. Yo había plantado mi estandarte y lo único que logré fue quedarme sin nada.  Y es que quien soy yo para cruzar fronteras ajenas, para hablar de cosas que no existen, para conquistar, dañar y desatender. Quien soy yo que se olvida de todo lo soy, de todas mis gentes, tradiciones, músicas y bailes, cuentos, sueños, aromas, colores... Que al conocer otras gentes que lo reciben y se comparten con él, tras mucho disfrutar y pensar, llega a la conclusión de que lo único que tiene que ir a buscar es la lanza y la espada, y deja todo lo importante, todo su ser, detrás de su frontera.

Y así uno no llega ni a ser militar, ni estratega, ni dueño de nada. Un bailarín sin pasos en el limbo vacío de dos países llenos.

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